Capítulo 2: ¿Mi hermana es tu amante?
La noticia del embarazo agradó a Raymond; sin embargo, al enterarse de que se trataba de una gestación de alto riesgo, decidió no compartirlo con su familia hasta asegurarse de que su esposa no perdiera al bebé.
Debido al estado de Myriam, andaba de mal humor. Por recomendación médica, no podían tener relaciones.
—Te veo muy estresado —comentó Noemí, la media hermana de Myriam.
La mujer trabajaba como asistente de Raymond por petición de la propia esposa de este. A pesar de la pésima relación entre ambas, Myriam había decidido darle una última oportunidad a su media hermana.
—¿Trajiste el informe que te pedí? —preguntó Ray, sin mirarla.
—Por supuesto —respondió ella. Se acercó al escritorio y, al dejar la carpeta sobre la mesa, se inclinó, mostrando su amplio escote—. Yo soy mucho más eficiente que mi hermanita —masculló con molestia.
La mirada de Ray se deslizó con descaro sobre sus pechos voluptuosos. Elevó una ceja.
—Interesante —murmuró, y la recorrió de pies a cabeza.
Noemí era delgada, de estatura media, y solía vestir de forma provocadora. A pesar de que Myriam le había ordenado usar el uniforme corporativo, ella se negaba. Siempre llevaba tacones de aguja, minifaldas ajustadas y blusas con botones abiertos que dejaban ver gran parte de su escote.
Al notar el efecto que causaba en su cuñado, se colocó detrás de él y comenzó a darle un masaje en el cuello.
—Parece que mi hermana no te atiende bien —susurró, mientras sus dedos recorrían su piel—. Yo podría hacerlo mejor que ella —insinuó.
Raymond carraspeó. Sintió cómo su cuerpo comenzaba a reaccionar, pero era un hombre inteligente, y no podía permitirse que alguien lo viera con su cuñada dentro de la empresa. Tras aclararse la voz, le pidió a Noemí que lo dejara solo.
Ella, sin embargo, no estaba dispuesta a rendirse. Estaba decidida a quitarle el marido a su hermana. Desde niñas la había envidiado, y deseaba todo lo que Myriam tenía. Y eso incluía a Raymond Wilson y su fortuna.
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Myriam revisaba unas guías de exportación en su oficina de la empresa naviera donde trabajaba desde que se casó con Raymond. Bostezaba constantemente, agotada.
—Deberías ir a descansar —le sugirió una compañera al verla cabecear frente al computador.
Myriam se rascó la nuca. No le había contado a nadie de su embarazo. Cubrió un bostezo con la mano.
—Tienes razón —admitió. Miró la hora. Aún era temprano, así que tomó su abrigo, su bolso y se dirigió directamente al apartamento.
Cuando giró la cerradura, sintió que la sangre se le iba al piso. Vio prendas de ropa tiradas en el pasillo. A medida que avanzaba, escuchó gemidos provenientes de su habitación.
—¡No puede ser! —susurró, con el corazón desbocado.
Se armó de valor y abrió la puerta de golpe. Se quedó petrificada al ver a su hermana desnuda sobre su marido, gimiendo y jadeando como dos poseídos.
—Buenas tardes —masculló Myriam, sintiendo cómo su mundo se desmoronaba. Los observó con una mezcla de asco y decepción, luego salió de la habitación azotando la puerta.
Raymond apartó de inmediato el cuerpo de Noemí, arrojándola a la cama. Se puso el bóxer y salió corriendo tras su esposa, quien se encontraba recargada en la pared del pasillo, intentando respirar.
—Déjame explicarte —suplicó, tratando de acercarse.
—No te acerques —rugió Myriam con el rostro bañado en lágrimas. Sus ojos reflejaban una mezcla de tristeza y culpa. Temblaba. Lo que más le dolía no era la traición… sino que hubiese sido con Noemí—. Entonces… ¿mi hermana es tu amante? —balbuceó, destrozada.
—¡No! —gritó él, llevándose las manos al cabello—. Ella me sedujo. Tú la has visto… cómo se comporta en la empresa, provocando a todos. Me sentía solo, desde que estás embarazada no tenemos contacto físico —intentó justificarse, buscando culparlas a ambas.
Tomó a Myriam del brazo.
Ella lo miró, con el alma rota, y se soltó con fuerza.
—Necesito poner en claro mis ideas y emociones —expresó con voz baja. Sin dejarlo hablar, salió de la casa envuelta en lágrimas.
Raymond apretó los puños y se frotó el rostro con ambas manos, desesperado. No podía perder al bebé. Necesitaba a ese hijo. Tenía que encontrar la manera de recuperar a su esposa… a cualquier precio.
Mientras tanto, en la habitación, Noemí sonreía con satisfacción. Rodaba sobre la cama, jugueteando con las sábanas de seda en las que su hermana compartía el lecho con su marido.
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Myriam ingresó de un solo golpe al consultorio de su mejor amiga, Elsa, quien al verla llorando se levantó de inmediato.
—¿Te sientes bien? —indagó, y la sostuvo al ver que Myriam casi no podía mantenerse en pie. Entonces la llevó a un sillón para que se sentara—. Di algo, por favor —suplicó.
La mujer no dejaba de llorar. Abrazó a su amiga y, luego de soltar el llanto, habló.
—Quiero que me saques a este bebé, ya no lo deseo —solicitó, sin darse cuenta de la magnitud de sus palabras, debido a que en ese instante solo el dolor y el rencor imperaban en su mente.
Elsa arrugó el ceño, sin comprender, pues era testigo de lo mucho que luchó Myriam por quedar embarazada.
—No entiendo, insististe con una nueva fertilización a pesar de que las que realizamos en el pasado fallaron —rememoró—. Un aborto no sería conveniente para tu salud, hay riesgos mayores —expuso con ternura—. ¿Qué sucedió?
Myriam sorbió su nariz con un pañuelo y observó a los ojos a Elsa.
—Encontré a Noemí y Raymond sosteniendo relaciones en nuestra propia cama —soltó, percibiendo que el pecho le ardía.
Elsa cubrió su boca con una mano. Conocía bien a la media hermana de Myriam, pero jamás imaginó que llegaría tan lejos con tal de dañarla.
—Son unos desgraciados —refutó, y acarició el cabello de su mejor amiga—. ¿Qué piensas hacer? —cuestionó.
Myriam volvió a llorar y negó con la cabeza.
—No tengo idea —murmuró—. ¿Cómo puedo hacer un reclamo si también siento culpa por dentro? —cuestionó.
Elsa negó con la cabeza.
—Tu caso es distinto, no lo hiciste con intención de engañarlo, ni siquiera estabas consciente. En cambio, ellos…
Myriam presionó los labios.
—Como haya sido, si esa noche ocurrió algo, consciente o no, también lo engañé —soltó su llanto.
Elsa la consoló y la llevó a su apartamento para que su amiga se calmara y pensara mejor las cosas.
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Con grandes ojeras y los ojos rojos e hinchados, Myriam se presentó en su oficina al día siguiente; se había quedado en el apartamento de Elsa durante toda la noche. Cuando ingresó a su despacho, parpadeó al mirar a su esposo esperándola.
—¿Qué haces aquí? —murmuró en voz baja, y así evitó que sus compañeros escucharan la discusión.
Raymond se puso de pie. Era mucho más alto que ella, elegante, atractivo, de cabello rubio y ojos azules. Millonario. Un hombre muy apetecido por las mujeres.
—Tenemos que conversar —expuso con firmeza—. Hablé con tu jefe y te dará el día —informó. La agarró del brazo y la sacó del despacho.
Myriam no puso objeción. No deseaba que en su lugar de trabajo se enteraran de que su matrimonio iba en picada. Sus compañeras la envidiaban por tener un marido como Raymond, porque ella inventaba que era un hombre fiel, cariñoso, detallista… cuando en realidad era todo lo contrario.
Subieron al auto y, en el camino, ninguno de los dos dijo nada, como era costumbre. Llegaron al apartamento. Todo estaba impecable, sin rastro de traición. Entonces miró a un hombre extraño en el sitio.
—Hay un problema con las persianas. El señor me está ayudando —explicó. El trabajador enseguida se dirigió a la alcoba—. Toma asiento —ordenó Raymond. Se acercó al bar, se sirvió un trago y luego se sentó frente a su esposa. La observó a los ojos—. No me agradan tus berrinches —resopló—. Un desliz es algo normal en los matrimonios con problemas —expuso con cinismo, le acarició la mejilla.
Myriam frunció el ceño. No recordaba que las persianas estuvieran dañadas, pero eso no le interesaba en ese instante. Bufó y negó con la cabeza.
—Eso no es justificación. ¿Si hubiera sido yo la infiel, pensarías igual? —recriminó, ansiando conocer su respuesta, pues sentía que en algún momento terminaría por decirle lo del bar—. ¿Por qué con mi hermana? —inquirió, y la voz se le cortó—. Habiendo tantas mujeres en el mundo, ¿por qué con ella? —cuestionó, y limpió con el dorso las lágrimas que rodaron por sus mejillas.
Raymond bebió de un solo golpe su trago.
—Te ves muy cansada. Creo que debes dormir un rato, y luego charlamos. Estas emociones no le hacen bien al bebé —expuso con dulzura.
Myriam no comprendía su actitud de marido abnegado. Sin embargo, era cierto: se sentía muy débil, cansada, y de pronto, con mucho sueño. Casi de inmediato se quedó dormida.
Dos horas después, la mujer despertó en su alcoba, algo aturdida. Enseguida bajó de la cama. No deseaba estar en el mismo sitio que su marido y su amante. Cuando salió a la sala, se encontró con Raymond.
—Tenemos una charla pendiente —dijo Myriam, y recordó que no había respondido a su interrogante—. ¿Por qué con Noemí? —indagó con voz trémula.
Ray carraspeó y bebió de un solo golpe el trago.
—Tu hermana me encanta. No lo voy a negar. Es muy diferente a ti, más desenvuelta en la cama —informó sin reparo alguno.
Myriam se acercó a él, percibiendo que la sangre hervía en sus venas al escucharlo. Intentó abofetearlo, pero él la agarró con fuerza.
—No voy a permitir eso jamás —gruñó Myriam.
—Yo quiero una esposa sumisa, que obedezca mis órdenes. Si no estás dispuesta a serlo, es mejor divorciarnos —propuso con frialdad.
Para Myriam fue como estar frente a un desconocido. Atrás había quedado el hombre del cual se enamoró. Aquel que le juró amor eterno. Le dolió tanto, pero no iba a acceder a su juego.
—Me parece una buena opción el divorcio. Pero dudo mucho que mi hermana desee someterse a un tratamiento de fertilización para darte un heredero. Ella cuida mucho su figura, y los bebés no están en sus planes —habló irguiendo su barbilla—. A toda mujer que se case contigo, tendrás que explicarle sobre tu problemita… —Cogió su bolso y salió del apartamento.
Raymond lanzó la copa que estaba sosteniendo contra la pared, respiró agitado y una idea se le vino a la mente. Entonces bebió un par de tragos más y salió a casa de sus padres. Cuando llegó, se alborotó el cabello y entró.
—Hola, cariño. Qué sorpresa —dijo Kendra, la madre de él.
Ray abrazó a su mamá con fuerza.
—Madre, estoy destrozado —expresó y fingió sollozar.
La mujer abrió sus ojos azules con amplitud.
—¿Problemas con la empresa? —cuestionó.
Raymond negó con la cabeza.
—Es Myriam, mamá. Esa mujer me ha estado engañando todo este tiempo. La encontré con otro hombre en nuestro apartamento, y está embarazada de ese sujeto —sacó su móvil y mostró fotos de su esposa abrazada en la cama con otro.
—¡Es una zorra! —escupió Kendra—. ¿Cómo se atrevió? —bramó, mirando aquellas imágenes con aberración.
Al escuchar los gritos, el padre de Raymond apareció en el salón y se enteró de lo ocurrido.
—Hay que destruir a esa mujer. Debes divorciarte y dejarla sin nada —propuso, y empezó a llamar a los abogados.
Sin embargo, Kendra no se quedó de brazos cruzados. No iba a permitir que alguna mujer engañara a su único hijo. Al día siguiente le pidió al chofer que la llevara hasta la empresa donde laboraba Myriam.
Cuando ingresó, no se anunció. Pasó directo al despacho de su nuera y, sin decir nada, la abofeteó en ambas mejillas.
Myriam se sobresaltó y se sobó el rostro.
—¿Qué le pasa, señora Kendra? —cuestionó, percibiendo ardor en su cara.
—Eres una zorra. Engañaste a Raymond con otro hombre —gritó enfurecida—. Ese bastardo que llevas en el vientre jamás tendrá el apellido Wilson. ¡Oportunista! —bramó, respirando agitada.
La barbilla de Myriam tembló al escucharla, y sintió como si le clavaran estacas en el corazón. Desde su oficina, miró a sus compañeros murmurando.
—Eso no es cierto. ¿De dónde saca esas cosas? —inquirió con voz trémula.
—Raymond está devastado. Él mismo te encontró con tu amante en el apartamento. Vimos tus fotos, abrazada a él —vociferó Kendra—. Aléjate de mi hijo, mala mujer —gritó.
Myriam parpadeó y se erizó al escucharla. Intentó explicarle a su suegra que eso no era cierto, pero Kendra no le dio oportunidad. Cuando abandonó la oficina, Myriam dejó caer su cuerpo en el sillón.
—No… yo no lo engañé. No de la forma que piensan —susurró bajito mientras se limpiaba las lágrimas. Entonces se estremeció al recordar que amaneció una noche en un hotel. Rascó su cabeza intentando rememorar algo, pero nada se le venía a la memoria.
Se puso de pie y caminó en su oficina. Entre tanto, las palabras de su suegra hacían eco:
«Te encontró con tu amante en el apartamento que compartes con mi hijo».
Myriam arrugó el ceño. Entonces su corazón percibió una estocada.
—Ahora comprendo… Me hiciste ir al apartamento para tenderme una trampa. Les dijiste a tus padres que te soy infiel —bramó, apretando los puños con fuerza—. ¡Maldita sea, Raymond Wilson!
—Me esforcé durante años para darte el gusto de tener un hijo. Todas las veces que fui al centro de fertilidad, no me acompañaste, aludías que tenías trabajo. Cuando te contaba lo doloroso que era el procedimiento, los pinchazos en mi estómago, las molestias… jamás mostraste un ápice de preocupación —derramó varias lágrimas—. Y me pagas acostándote con mi hermana. No es justo —masculló, percibiendo que el castillo de naipes que construyó junto a su esposo empezaba a derrumbarse.
—¡Eres un descarado! —rugió—. Pero buscaré las pruebas de mi inocencia y le demostraré a todos que el infiel eres tú —sentenció con firmeza.
