Capítulo 5: la revelación inevitable
Annibal
El silencio que siguió a sus palabras pesaba mucho en el aire. Estaba allí, a unos pasos de ella, con los sentidos en alerta, pero una parte de mí empezaba a dudar. Dudaba de mis certezas, de mi misión, de todo lo que creía saber sobre mí mismo. La sombra que me envolvía no era simplemente una amenaza física. Era un espejo, un espejo que se extendía hacia mi propia imagen, la que nunca había querido mirar.
Las paredes del apartamento parecían estrecharse aún más, los contornos se volvían cada vez más borrosos, los colores más vivos, como un vértigo que se apoderaba de mi mente. Cada movimiento que hacía, cada respiración que tomaba, parecía resonar en un espacio cada vez más estrecho, como si me estuviera perdiendo en una dimensión paralela.
Parpadeé, tratando de concentrarme. No. No podía dejarme llevar por esa extraña atmósfera. Tenía que mantenerme lúcido. Tenía que terminar esta misión.
«Estoy aquí por una razón. Nada me hará cambiar de opinión», dije con voz firme, pero sentí la fisura en mi tono. Me sentía vulnerable, más que nunca. Cada palabra que pronunciaba parecía resonar falsamente en esta habitación, como si algo más grande que yo estuviera en juego aquí.
Me miró con un brillo de diversión en los ojos. «Siempre te has creído invencible, ¿verdad, Aníbal? Como si matar fuera la solución a todo, como si borrar a alguien de la faz de la Tierra pudiera borrar las grietas que llevas dentro. Pero no es tan simple. Nunca es tan simple».
Se acercó lentamente, con una tranquilidad casi inquietante. Sus pasos no hacían ruido en el suelo, como si se fundiera con las propias sombras. Cuando llegó a mi altura, alzó la vista hacia mí, con sus brillantes y penetrantes ojos, como si atravesaran mi alma.
«Crees que puedes huir de tus demonios, pero los llevas dentro, cada día. Con cada asesinato, te acercas un poco más a ti mismo. Y eso no es lo que quieres ver. No es lo que querías ver».
Sus palabras golpearon mi mente como olas contra las rocas. Cada frase, cada mirada, parecía despojarme lentamente de todas mis ilusiones. Sabía que, en algún lugar, ella decía la verdad. Pero no quería aceptarlo. No quería reconocer que esa verdad amenazaba con trastornarlo todo. Porque si lo que decía era cierto, significaba que había pasado toda mi vida huyendo de una realidad que ya no podía ignorar.
«Para...», murmuré casi sin querer. «No eres tú quien dicta lo que sucede aquí. Solo eres un... un objetivo». Intenté recomponerme, pero mi cuerpo parecía reaccionar a la intensidad de mis propias palabras. Me sentía en trance, como si todo lo que había conocido hasta entonces ya no tuviera sentido.
«Una diana», repitió suavemente, sin apartar la mirada de la mía. «Verás, sigues viéndome como una diana, pero no es a mí a quien intentas alcanzar. Lo que buscas, Aníbal, no soy yo. Eres tú. Y sabes muy bien que no podrás escapar de eso eternamente».
Sentí un sudor frío correr por mi cuello. Mis manos temblaban levemente. Quería dar la vuelta, tomar mi arma, encontrar una salida. Pero las paredes parecían cerrarse sobre mí. Ya no había espacio para esconderme detrás de mi papel de asesino. Ella me había enfrentado a lo que más temía: la verdad sobre en lo que me había convertido. Una verdad que siempre había evitado escondiéndome detrás de mis asesinatos, borrando las vidas que arrebataba.
Ella se giró lentamente y, con una voz más suave, casi compasiva, continuó: «Siempre has actuado en la sombra, ¿verdad? Pero cada vez que matabas, apagabas una parte de ti. Con cada vida que arrebatabas, te alejabas un poco más de ti mismo. Y con cada vida que borras, borras un poco de tu propia humanidad. Entonces, dime, Aníbal, ¿qué te queda por salvar?
Las palabras se abrieron camino en mi mente como una brecha. Siempre había creído que hacía lo correcto, que actuaba por una causa, una razón. Pero ahora me encontraba frente a un espejo, un espejo que no me mostraba la cara que solía ver, sino otra. Una cara marcada por la culpa, por las sombras del pasado que había ocultado voluntariamente.
«Yo no soy así... yo no elegí esto...», balbuceé, con dificultad para pronunciar las palabras. Intentaba convencerme a mí mismo, pero cada vez me resultaba más difícil. Esta confrontación era mucho más que un simple cara a cara con un objetivo. Era un cara a cara conmigo mismo, y no podía soportar lo que estaba descubriendo.
Ella giró lentamente la cabeza hacia mí, y un expresión dulce pero triste cruzó su rostro. «¿Todavía te ves como una víctima de tus elecciones, Aníbal? Cada hombre que mataste... en cierto sentido, eras tú. Cada muerte no era más que una extensión de tu propia derrota, de tu propia huida».
Se acercó aún más, y esta vez no me moví. Sentí como si algo se derrumbara a mi alrededor. Mis piernas temblaban levemente, mis puños estaban apretados y un dolor sordo nacía en mi pecho. Quizás era el miedo a esa verdad que había ignorado durante tanto tiempo.
«¿Por qué…?», susurré, con la voz rota por una emoción que nunca había dejado entrever. «¿Por qué estás aquí? ¿Por qué ahora?».
Me miró, con una sonrisa de comprensión en los labios. «Porque no tienes elección, Aníbal. Tú mismo te has puesto en esta situación. Y ahora es el momento de que entiendas que huir ya no es una opción. Vas a tener que aceptar en lo que te has convertido».
Las paredes parecían apretarse aún más, pero no era la habitación la que se cerraba sobre mí. Era yo mismo. Me encontraba encerrado en mis propios demonios, y sabía que no era una trampa de la que pudiera escapar eliminando un simple objetivo. No, esta vez tenía que enfrentarme a algo mucho más grande. Algo que siempre había ignorado.
Bajé la cabeza, sintiendo cómo la tensión me invadía. Mis pensamientos estaban confusos, mi respiración acelerada. La guerra que estaba librando en mi mente no era una guerra que pudiera ganar con armas o cálculos fríos. Era una guerra interior. Y por primera vez, comprendí que no podría escapar de la verdad.
