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MIS PASOS POR LA ANEA: CAPITULO UNO

«A mi amigo Gustavo»

Yo entonces tenía como veinte años, era joven, con ganas de comerme al mundo y la vida me sonreía. Estudiaba Economía en la Universidad San Martin y mal que bien ahí llevaba la carrera. De vez en cuando transitaba por esa angosta calle en medio de la Ciudad de Lima llamada Jirón Puno, de repente me llamó la atención un letrerito que rezaba: “¿Escribes Poesía? Acércate a nosotros. Viernes 6 a 8pm”. Era el número 414, sonaba tentativo y simpático reunirse con gente con las mismas ganas que yo de escribir poesía. En algún momento había leído un letrero semejante dentro de las páginas de un libro de Herman Hesse: “Sólo para locos, no para cualquiera...”, Y tenía un interés muy arraigado de escribir lo que me salía casi por instinto, construir versos, jugar con las palabras hasta armar un bello rompecabezas y que fluyera como la música, era mi pasatiempo favorito aunque reconozco que no lo hacía de maravilla, todavía era un amateur, pero estaba seguro que algún día mis palabras construirían edificios y rascacielos.

Volví a pasar otras veces y el letrero seguía ahí como llamándome. Me picó la curiosidad y un viernes por la tarde decidí entrar al lugar, con cierta desconfianza, obvio. Al alzar los ojos sobre la pared, en la parte alta del muro se leía ANEA (Asociación Nacional de Escritores y Artistas). Letra muerta para mí porque consideraba que en el Perú escaseaban los buenos autores. Ya estaba dentro del recinto, después de un pequeño patio había un gran salón, ahí formando un círculo un grupo de jóvenes sentados y muy atentos oyendo a uno de los participantes leer un poema de su autoría. De eso se trataba, de leer tus escritos y que el resto de los convidados te lapidara, se conmoviera o se riera de tus sandeces. Una señora de unos 45 años o más con aires de maestra de escuela secundaria me dio la bienvenida, era la encargada del círculo de “poetas”. Se trataba de Carmen Luz, una supuesta “poetiza” a quien no había tenido el placer de conocer hasta entonces. Me pregunto si quería compartir la reunión y le respondí que solo venía a curiosear. Me ofrecieron una silla y de pronto me vi formando el círculo como un nuevo espectador o algo parecido a un jurado que va a dar su veredicto contra el acusado. Carmen Luz me presento ante los demás muchachos, casi todos de mi generación, poco más o menos. Una que otra chica bonita que después desaparecería y sólo quedarían las menos agraciadas. Como sea ya formaba parte y me pareció divertido integrarme a ese grupo de aprendices de poeta. Pensé que haría nuevos amigos y en el peor de los casos aprendería algo. ¿Alguien quiere leer su poema? Nadie levanto la mano,

Volví el próximo viernes, lleve lo mejor que había escrito hasta entonces, esta vez me tocaría ser yo el que estaría en la palestra a merced de todos los bravucones que formaban el círculo. Recibí las críticas con cierta entereza, aunque no muy convencido de si habrían captado o no lo que pretendía decir en mi poema. No iba a mortificarme por eso y lo tome deportivamente, cuando le toco leer a otro también esboce mi opinión, no muy certera supongo, pero soltaba mis demonios y daba plena libertad a lo que pensaba.

Como en todo grupo habían marcadas diferencias sociales, unos de mediana estatura, bien vestidos y blanquitos, otros morenos, mestizos, robustos de talla corta y simplones. Ya lo había experimentado en la Universidad y no me extrañaba que esa diferencia maquinada, opresiva y perversa volviera aparecer en ese claustro. Me percate de manera divertida que un tal De María, se sentía el asistente o el favorito de Carmen Luz, una especie de monaguillo de cura en la misa o el Sancho del Quijote. Posiblemente nadie le había otorgado ese puesto pero él se lo adjudico, era un tipo de apariencia chistosa, flaco, alto y tenía el pelo ensortijado como un montón de alambres que un albañil desecha en una esquina, facciones delicadas y amaneradas como si jamás hubiera lavado un plato en su casa. También estaba Ulises que era el contra sentido total del mariquita De María, un poco mayor que el resto del grupo y con una voz entre grave y aguardentosa, supuse que llevaba un buen tiempo ahí porque se movía con mucha familiaridad entre los concurrentes, conocía a todos y todos lo conocían a él. Se me acerco y me presentó a uno que otro de los invitados al círculo. Su manera de vestir era un tanto descuidada, como si ese día no se hubiera enjabonado la cara y su ropa no frecuentara la lavadora varios siglos atrás. Por Ulises conocí a Manuel López, un flaquito que vestía un saco oscuro, moreno, dientón y de sonrisa fácil, al parecer estudiaba Ciencias de la Comunicación o algo por el estilo y me enteré que tenía un programa en la radio, también me presentó a Gustavo, estudiaba Administración, aunque después supe que se cambió a Letras. Era como el diplomático del grupo, siempre trataba de llevarse bien con todo el mundo, su padre había sido escritor o alguien ligado a la cultura de Laramate, Ayacucho tierra de hombres aguerridos como mi padre y mis abuelos. Un estudiante de medicina Jorge Hidalgo que era como el antípoda a esa poesía elegante y de salón, para señoritas. Criticaba y exponía sus ideas sin escatimar a quien le doliera, pero como que andaba medio desubicado, era evasivo. Estaba un rato y luego se perdía. Y así fui conociendo a mucho más.

Las disertaciones sobre poesía solían terminar alrededor de las 8pm. Salvo uno que otro acontecimiento que ameritara quedarse más tiempo y de ahí todos pasábamos a la cantina de la ANEA, era un salón amplio con varias mesas y sillas y casi todas llenas de muchachos que solo buscaban pasarla bien. La diferencia que mencioné antes entre la monarquía y la plebe o los que se sentían tocados por la señora fortuna y los que no ahí se hacía más evidente, cuando tomaban una mesa y formaban una “collerita” de acuerdo a su rango social.

Como yo era un recién llegado no tenía designado un lugar donde ubicarme ni con quien compartir una cerveza, algo si era definitivo y contundente, no pertenecía al clan De María. Lo bueno fue que por sugerencia de Ulises logre acomodarme con unos chicos con pinta de universitarios de clase media baja, donde se encontraban Gustavo, Jorge y Carlos Rivas que escribía cuentos y venía desde Lurín, entre otros…

Después se fue sumando alguno que otro advenedizo, como Julio Aponte, un tipo algo mayor que el resto de nosotros, pero más entrado en los tentáculos de la poesía, no escribía mal pero tampoco era una genialidad y hablaba con cierto aplomo en las conversaciones que entablábamos. Por lo general pedíamos una botella grande de cerveza para empezar a entrar en ambiente y si alcanzaba para una botella de ron, mucho mejor.

No se podía ser muy exigente con lo poco que llegábamos a juntar. Entre tertulia y discusiones a veces acaloradas, pero donde la sangre nunca llegaba al río. Me fui ilustrando y supe de poetas reconocidos de los que nunca había oído hablar hasta entonces, franceses, italianos, rusos y algunos gringos y me entraron ganas de conocerlos a través de sus libros. Se me antojo buscarlos y me conmoví de sus experiencias.

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