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Capítulo 2

Llegué a la oficina en metro y encontré a Iris ya detrás de su escritorio. Estaba editando una novela que le atraía especialmente. La mía, en cambio, no era nada del otro mundo.

Esa mañana, todas las mujeres en esa oficina excepto Iris y yo estábamos hablando entre ellas. Parecían adolescentes hormonales, y su aire soñador me producía náuseas. Incliné la cabeza sobre el manuscrito y no presté más atención a ninguno de ellos.

Un par de minutos después, cuando apenas había comenzado a corregir las tres primeras páginas, el signor Marini rompió mi silencio. -Presten atención todos.- Dijo, una vez que se acercó a nosotros desde su oficina. -Hoy tendrás un nuevo colega.-

Solo entonces entendí los murmullos de los demás: tal vez lo habían visto en la cantina y de inmediato comenzaron a fantasear con él. No se veían muchos niños en la oficina editorial, excepto en el departamento de contabilidad que estaba en el lado opuesto de la oficina. Era claro que la idea de tener un nuevo novio por esos lares las emocionaba. Para mí, en cambio, no importaba en absoluto. Tenía a Fabio esperándome en casa, eso me bastaba.

-Es nuevo por aquí, así que espero que le des la bienvenida adecuada. Venga.-

Una vez más surgieron esos molestos murmullos que sonaban casi como un rosario recitado de memoria, pero cuando el chico entró, la habitación se sumió en un silencio total. Por un momento, incluso yo me quedé atónita.

El chico en cuestión avanzó al lado del patrón, y escondió sus manos en los bolsillos del elegante pantalón negro que vestía. Una camisa azul claro envuelta alrededor de su pecho, y qué pecho. Casi podía distinguir sus músculos. Miró a su alrededor casualmente, lanzando sonrisas a diestra y siniestra. Cuando sus ojos se posaron en mí, se agrandaron. No entendí muy bien por qué, pero parecía esperar a todos menos a mí como si me conociera de toda la vida.

Tenía el pelo rubio, recogido en una amplia cresta y que, debo admitir, le sentaba perfectamente. Pude ver hasta aquí los pozos azul oscuro que se encontraron en lugar de ojos. En un nanosegundo, una extraña sensación de familiaridad se apoderó de mí. Nunca había visto a ese chico, estaba más que seguro, pero me parecía que lo conocía de toda la vida.

- Este es Diego Ferrara. Espero que lo hagas sentir a gusto.-

El chico, Diego, solo me quitó los ojos de encima cuando el jefe volvió a hablar. Iris, a mi lado, susurró: -La única novia aquí impresionó al estudiante de primer año.-

Le di un codazo para que la callara. Diego ya no me miraba fijamente, pero aún sentía la sensación de su mirada sobre mí. Me había dejado al descubierto, con sus ojos.

El jefe le dio la información necesaria, y Diego tomó asiento en su escritorio, dominándolo como si fuera una torre de adversarios y él fuera el enemigo que lo había conquistado. El escritorio en cuestión era el que estaba frente al mío, y no me hizo sentir mucho en paz conmigo mismo. Dejé ese sentimiento a un lado, y cuando el jefe regresó a su oficina, me concentré una vez más en mi manuscrito.

Era la hora del almuerzo y todos nos dirigimos a la cafetería.

-¡Pedí pizza para todos!- gritó Iris, entrando triunfante al salón.

Corrí a abrazarla. -Eres un verdadero amigo. No se que haría sin ti.-

- Lo se mi amigo. Una vida sin mi es mas seca que el desierto del Sahara.-

Me reí y me separé de ella. El botones entró al salón y colocó dos charolas en cada una de las cinco mesas del salón, y luego de pagarle, se fue.

Solíamos dividirnos por departamentos a la hora del almuerzo. Nosotros de la redacción por un lado, los de contabilidad por el otro, los jefes de departamento en una mesa, los empleados en la otra, mientras que los distintos asistentes en la última mesa. Era una pauta que ya tenía esta redacción desde que la pisé, aunque no me gustaba tanto: la hora de la comida era común para todos, no tenía sentido dividir ni ahí.

-Pero esta mañana no me trajiste el croissant.-

-No siempre puedo alimentarte.- Respondió mientras tomaba asiento a mi lado. -O la pizza o el croissant, de hecho, de ahora en adelante, nada. Te estoy mimando demasiado.-

-¡Vamos!- dije bruscamente. -Eres infame.-

-Me conformaré con las cuchillas, entonces.- Dijo. Le mostré mi dedo medio y luego me acerqué para tomar la pizza antes de que los demás la terminaran.

Miré al otro lado de la mesa, y el chico nuevo, Diego, me miraba con una pequeña sonrisa que trató de contener. Pensé que era circunstancial, así que lo devolví sin demasiados problemas.

-¿Entonces no eres de Roma?- le pregunté, mordiendo el trozo de pizza. Era nuevo, y aunque ya tenía media oficina femenina a sus pies, todas ellas eran demasiado tímidas para tratar de hablar con él. Sabía lo que era ser el nuevo, sin conocer a nadie. No fue muy agradable. Afortunadamente, conecté con Iris de inmediato, de lo contrario, mis días habrían sido aburridos y monótonos. Ahora era mucho más que una simple colega para mí.

-Um, s-sí.- Diego parecía sorprendido de que le hubiera hablado. Lo miré levantando una ceja. -Yo no muerdo, no te preocupes.- le tranquilicé. Parecía tenerme miedo, incluso de oírme hablar. Fue frustrante. Era conocida por ser una chica muy extrovertida, me encantaba hacer nuevos amigos. Y por más extraño que me pareciera ese chico, no quería etiquetarlo hasta conocerlo bien.

-Lo siento.- dijo rascándose la cabeza. Había una sombra extraña en sus ojos, tan grande que había pensado que era lo que les daba ese tono oscuro pero a la vez claro. Parecía un niño que había sufrido un infierno, un infierno del que todavía no podía salir. -Soy Diego, de todos modos.-

Me tendió la mano, pero no pude estrechársela porque un trozo de tomate se cayó de la pizza y se estrelló contra los pantalones de mi traje. Iris me había empujado, causando que mi brazo se desviara y causara ese daño.

-¡IRIS!- le grité, golpeando su brazo. -¡Cuidado con la comida, Cristo!-

Iris estaba mortificada y se encogió de hombros con una sonrisa de disculpa. -Perdóname.- Dijo suavemente.

Me limpié lo mejor que pude, luego volví a mirar al chico. -Lo siento, soy Claudia.- Fui yo quien le ofreció mi mano, esa vez, y él la apretó con una pequeña sonrisa. Él lo quitó de inmediato, yo también. En el momento en que nuestros dedos se tocaron, sentí una especie de descarga eléctrica que atravesó mi cuerpo y destruyó cada célula nerviosa. Ese chico tenía algo extraño.

-¿Tú también te llevaste el susto?- le pregunté, tratando de aliviar la vergüenza. Él asintió, con una pequeña sonrisa que trató de que no me diera cuenta, bajando la cabeza.

Terminé la primera porción de pizza y pasé a la segunda, Iris me miró divertida, y yo ya sabía a dónde iba con esa mirada. "Basta, no digas una palabra." La miré.

Iris acunó a un bebé invisible en sus brazos y me miró con diversión. La golpeé en el brazo una vez más. Pensé que le iba a salir un moretón por la cantidad de veces que le estaba golpeando el brazo.

-¡Ay!- Gritó. -¡No hablé!-

Rodé los ojos y seguí comiendo mi pedazo de pizza, con la mirada de Diego que sentía abrumadoramente sobre mí.

Cuando llegué a casa por la noche, todavía sentía sus ojos en mí. Sólo el pensamiento me hizo temblar.

Eran las siete en punto, y después de ponerme algo más cómodo y tirar el traje en la lavadora, me dispuse a cocinar algo. Fabio llegaría en una hora, así que me preparé para cocinar algo.

Al final logré hacer una pasta con salsa muy común, pero estaba seguro de que Fabio simplemente agradecería el gesto.

Cuando llegó a casa, de hecho, me dio un beso más largo de lo habitual. Estaba muy cansado y se le notaba en la cara, no habría tenido fuerzas para cocinar.

Comimos y ambos hablamos de nuestros días. Le mencioné al chico nuevo, pero no dije más. Me dijo que había tenido que atender a un paciente que había ingerido tres monedas de dos euros. En definitiva, un día ajetreado para los dos.

Después de ordenar la cocina, ambos al final de nuestras fuerzas, nos encerramos en nuestra habitación, y en menos de diez minutos, nos estábamos quedando dormidos, entrelazados como siempre.

-¿Tienes que irte?- hice un puchero, Fabio no pudo resistirse. Nunca.

-Si quiero conseguir un trabajo permanente, sí, me tengo que ir.- Cargó su bolso con cambio para la noche que se suponía que pasaría en el hospital sobre su hombro.

-¡Es injusto! ¿Qué hago solo ahora?- gruñí, apoyándome contra la pared del fondo. Fabio sonrió y plantó un beso en mis labios. Aproveché y envolví mis brazos alrededor de su cuello y lo profundicé. Odiaba cuando tenía el turno de noche, como si fuera el jefe de cirugía. Entendí que, siendo aprendices, tenían que aprender su oficio, pero no entendí el porqué de esos absurdos turnos. Si yo fuera él, no habría durado ni un segundo en ese hospital.

-Si continúas no podré irme más.- Murmuró en mis labios, los cuales mordió.

-Sería una verdadera pena.- murmuré, acercándolo aún más a mí. Sabía que estaba haciendo lo incorrecto: ese era su trabajo, y antes de la boda, solo mi salario no cubriría todos los gastos. Suspiré y me alejé de él.

"Saca tu trasero de aquí antes de que te encierre en tu habitación" murmuré. Fabio sonrió y me dejó un beso en el pelo.

-Verás que cuando te despiertes mañana por la mañana, me encontrarás a mi lado.- Sonrió. Le devolví la magnífica sonrisa que encontró y le abrí la puerta. Poco a poco desapareció de los pasillos, y mientras tanto, alguien más venía en esa dirección. Reconocí el cabello rubio de Diego y me pregunté qué diablos estaba haciendo al lado.

-¿Qué haces aquí?- Expresé mis pensamientos. Diego saltó, no esperaba verme allí, igual que la otra mañana en la oficina, aunque yo aún no entendía el motivo de su reacción.

-Me asustaste.- Dijo, llevándose una mano al corazón. Su cabeza estaba inclinada sobre el teléfono, todavía no me había visto cuando hablé. "De todos modos, vivo aquí." Señaló la puerta junto a la mía.

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