Corazón o cabeza (3era. Parte)
El mismo día
Londres
Matthew
Alguna vez escuché decir que el destino tiene sus propias reglas… pero lo que nadie te advierte es lo cruel que puede llegar a ser cuando decide divertirse contigo. No es justo, no es lógico, ni siquiera tiene la decencia de anunciarse. Simplemente aparece. Te lanza sin aviso al vacío, te empuja al borde del abismo y se queda ahí, cómodo, viéndote caer mientras tú apenas entiendes qué carajo pasó.
Y lo peor es que lo hace con saña. Con ese humor retorcido que mezcla el deseo con el castigo. La pasión con la maldición. Uno puede correr, esconderse, fingir que tiene el control… pero el destino es paciente. Espera el momento justo para darte el zarpazo, ahí, donde más te duele. Justo cuando crees que tienes todo resuelto.
Hasta hace unas horas, yo también me creía invulnerable. Fiscal de la ciudad, temido en los estrados, intocable en los pasillos de justicia. De día, el verdugo implacable. De noche… un hombre que encontraba algo más que placer en una mujer sin nombre. En ella. Mi carcelera. La mujer que no solo tenía mi cuerpo, sino también las grietas de mi alma.
Y justo cuando pensé que podía mantener esas dos vidas en equilibrio, el destino hizo lo que mejor sabe: meter las narices y ponerme contra la pared.
Estaba en mi despacho. El ambiente era el de siempre, papeles ordenados, silencio expectante. Entonces apareció ella. Débora Corley. Impecable. Altiva. El perfume más caro que se podía comprar y un vestido que parecía más una declaración de guerra que una prenda de lujo.
Puso la foto sobre mi escritorio. Y en ese momento, el aire me faltó. Allí estaba ella. Mi carcelera. Mi enigma nocturno. Mi adicción. Su rostro. Su nombre: Rachel Miller. Finalmente, una identidad. Pero al precio más alto.
Mi cuerpo se tensó. Cerré las manos bajo el escritorio para ocultar cómo me temblaban. Tragué saliva. No podía hablar. No podía ni pensar. Pero mi máscara profesional se ajustó sola. Lo hacía por reflejo. La misma que uso para destruir criminales sin que me tiemble la voz.
—Señora Corley —dije con tono medido—, primero debemos esclarecer el móvil de la muerte de su hijo. Reunir pruebas suficientes…
—¿Qué más pruebas quiere? —me interrumpió, golpeando la foto con fuerza—. ¡La perra de Rachel Miller fue encontrada junto a su cuerpo, con el arma en las manos!
Apreté la mandíbula. No por ella. Por mí. Porque esa “perra”, como la llamó, era la mujer que horas antes dormía desnuda entre mis sábanas.
—Señora —dije con firmeza—, mi deber es comunicarle los procedimientos. Para llevar a juicio a un presunto culpable necesitamos pruebas sólidas, peritajes, declaraciones… todo debe estar en orden.
Ella torció la boca con fastidio, se inclinó hacia adelante y me señaló con el dedo, como si me hubiera atrapado mintiendo.
—No me hable de trámites. Usted no me entiende, fiscal. Vine hasta aquí porque quiero que usted lleve el caso.
Enderecé la espalda. Mi voz fue más seca que antes.
—Lamento informarle que perdió su tiempo. No puedo ayudarla con su deseo de justicia. Los casos no se eligen, señora. Son asignados por el Ministerio Público, no por peticiones personales.
Me observó con frialdad. No dijo nada durante unos segundos. Luego abrió su bolso con parsimonia y sacó un sobre sellado que dejó caer con elegancia sobre la mesa.
—Por eso cobré algunos favores —soltó—. Y esto garantiza que usted se encargue del caso de la muerte de mi hijo.
Abrí el sobre. Era una orden directa del fiscal general de la nación. Oficial, sellada e irrevocable.
Mi estómago se contrajo. Mi mandíbula también. No había escapatoria.
—Entiendo, señora Corley —respondí con la frialdad más calculada que pude fingir—. Comenzaré a trabajar en el caso cuanto antes.
Ella asintió con arrogancia, se puso de pie con movimientos felinos y se marchó sin una palabra más, dejando su perfume y el caos flotando en el aire.
Me quedé solo, frente a esa maldita foto que ahora quemaba sobre mi escritorio. Rachel Miller… al fin un nombre. Una identidad que jamás imaginé encontrar estampada en un informe forense. Ya no era solo mi carcelera nocturna, mi obsesión encarnada en un cuerpo de mujer. Ahora era también la principal sospechosa del asesinato de su esposo. Y el destino… el maldito destino volvía a burlarse de mí.
Pero algo dentro de mí se resistía. No podía—no quería—creer que ella fuera capaz de algo así. No esa mujer. No la que me desarmaba solo con mirarme. No la que jadeaba por mí en la oscuridad como si yo fuera su salvación. Y sin pensarlo, me levanté de golpe, empujé la silla hacia atrás y abrí la puerta.
—Cristal —llamé con firmeza—, necesito que dejes todo lo que estás haciendo. Quiero toda la información sobre la muerte de Dustin Corley: el informe forense, balística, declaraciones de testigos, antecedentes del caso. Todo.
Ella parpadeó sorprendida.
—¿Y la reunión con la gente del caso Rosella?
—Inventa una excusa —respondí, más seco de lo que pretendía—. Ahora lo prioritario es el caso Corley. Voy a hablar con el capitán Benson.
Sin esperar respuesta, tomé mi abrigo y salí rumbo a la comisaría aun con mi cabeza hecha un caos, mi corazón bombeando a toda máquina. Y todo se aceleró más al cruzar la puerta de la oficina del capitán. Tenía el rostro cansado, los ojos hundidos por la falta de sueño y la carpeta del caso abierta sobre su escritorio.
—Fiscal O’Neill —saludó con un tono neutro, aunque su ceja se arqueó levemente al verme—. No esperaba su visita tan pronto.
—No tenía pensado hacerme cargo del caso —confesé con voz tensa mientras cerraba la puerta—, pero ya no tengo opción, recibí la orden del ministerio público.
Él asintió, señalando con la mano la silla frente a su escritorio.
—Siéntese. Justo estaba revisando el informe preliminar.
Me acomodé con rigidez, sin despegar los ojos de la carpeta.
—¿Qué tenemos?
—La víctima, Dustin Corley, fue encontrada con un disparo en el pecho. El arma estaba en el suelo, junto al cuerpo. Y la sospechosa, Rachel Miller, fue hallada a menos de un metro de distancia… con las manos ensangrentadas.
Mi mandíbula se tensó.
—¿El arma tiene sus huellas?
—Sí —afirmó sin rodeos—. Las pericias confirman que solo hay dos huellas completas en la pistola: las de ella… y las de la víctima.
Solté el aire por la nariz, intentando mantener la calma. Todo apuntaba a Rachel. Todo. Y, aun así, no encajaba. No podía ver a esa mujer—mi mujer, maldita sea—disparando con sangre fría. Había pasión en ella, sí. Había rabia. Pero no esa clase de violencia.
—¿Qué dijo al momento del arresto?
—Afirmó que no lo mató. Que solo había ido porque él le pidió ayuda con un asunto urgente. Que lo encontró muerto… y tomó el arma por reflejo.
Me incliné hacia adelante, mis manos entrelazadas.
—Quiero verla.
El capitán me observó con atención, como si analizara mis palabras más allá de lo legal, pero tenía que verla. Necesitaba mirar a esa mujer a los ojos y saber la verdad. Y tal vez solo tal vez encontrar como continuar. Sin embargo, al verla entrar en la sala de interrogatorios mi corazón se estrujo, el mundo se me vino abajo…
Se detuvo al verme. El rostro se le desfiguró entre sorpresa y dolor, como si la traición le hubiese golpeado en el pecho. Y entonces lo sentí: culpa. No por ella. Por mí. Por estar ahí, del otro lado, fingiendo que podía separar al fiscal del hombre que la deseaba.
Me mantuve firme, aunque por dentro todo se quebraba. Porque sus ojos me decían que no entendía nada. Y yo… tampoco. Tragué saliva. Abrí la carpeta con manos heladas, intentando no mirar demasiado y ser profesional como si fuera otro criminal…tanto que lancé la pregunta obligatoria: ¿asesinaste a tu esposo?
Y en este instante sus ojos se clavan en los míos como cuchillas. Ya no hay rastro de deseo, ni de ternura. Solo rabia. Dolor. Decepción. Me mira como si acabara de traicionarla en lo más sagrado… y tal vez lo hice.
—Eres un maldito cabrón —escupe, con la voz temblorosa pero afilada—. Me tratas como si fuera una criminal… como si no nos conociéramos.
La sala entera parece encogerse. El aire pesa. Trago saliva. No puedo ceder. No debo.
—Responde la pregunta, Rachel —digo con firmeza, aunque me quema por dentro.
Sus labios tiemblan. Sus pupilas arden. Y su risa seca me corta por dentro.
—No lo maté… —suelta, con una mezcla de furia e impotencia—. Pero ¿qué importa? Tú estás aquí para hundirme… mientras el verdadero asesino sigue suelto.
Mi mandíbula se tensa. Cada palabra suya es un golpe directo al pecho. Me esfuerzo por fingir neutralidad, como si eso me protegiera.
—Solo hago mi trabajo. No es personal.
Y entonces explota. Se levanta de golpe, empuja la silla hacia atrás, los puños cerrados, los ojos encendidos como brasas.
—¡Hijo de puta! —grita con el alma rota—. Hace unas horas estaba contigo… y ahora estás del otro lado de la mesa como si nunca me hubieras tocado. ¿Cómo puedes ser tan frío?
El silencio vuelve. Espeso. Cortante. Despiadado.
—Quiero llamar a mi abogado. No voy a responder más preguntas.
Me quedo ahí. Inmóvil. Apretando los dientes, mirando sus ojos oscuros llenos de rabia. Mi voz sale más baja, más grave. Más humana.
—Rachel… no me trates como tu enemigo —repito, apenas un susurro grave.
Entonces ella se endereza, levanta el mentón con una dignidad que casi me quiebra. Su voz sale firme, seca, como un disparo directo al centro del pecho.
—Fiscal O’Neill… quiero mi maldita llamada.
No hay rastro de cercanía. Solo ese tono helado, cargado de decepción y rabia contenida. Asiento con un leve movimiento de cabeza, incapaz de decir una sola palabra más.
Unas horas más tarde
Vi entrar al idiota de Charles Gould, con su saco arrugado, sonrisa fingida y esa arrogancia de abogado mediocre que cree que los casos se ganan con labia y no con estrategia. Le queda grande defender a Rachel. Es un payaso que, claramente, aceptó este caso solo porque cree que le abrirá puertas, no porque crea en su inocencia. Y eso me inquieta más de lo que quiero admitir. Me pudre. Porque no se va a esforzar. Porque no la va a proteger como ella merece.
Y sigo en la oficina del comisario, rodeado de papeles, declaraciones imprecisas y testigos que no vieron nada útil. Estoy repasando por tercera vez los puntos más débiles del expediente cuando la puerta se abre de golpe.
—Fiscal —dice el capitán entrando con pasos decididos—. Tenemos el informe oficial. Hora estimada de la muerte de Dustin Corley.
Sin decir más, desliza la carpeta sobre el escritorio. Mis dedos tiemblan ligeramente cuando la abro. Leo cada línea con una mezcla de tensión y urgencia hasta que llego al punto crucial.
“Luego del análisis forense, se estima la hora del deceso entre las 2:00 y las 3:00 a.m. del día 18 de julio.”
Cierro los ojos un segundo. Un latido furioso me golpea en la sien. ¡Mierda! Ella estaba conmigo en la mansión en la madrugada. No hay forma de que haya asesinado a su esposo en ese lapso. Pero si digo eso… si revelo que estuvo conmigo, expongo todo. A ella. A mí. Nuestra relación. Mi carrera.
El capitán sigue ahí, esperando. Me enderezo y trato de que mi voz no traicione el nudo que se me ha formado en el pecho.
—Si Rachel Miller puede darnos una cortada quedará libre, pero seguirá siendo sospechosa hasta esclarecer la muerte de Corley, de lo contrario ya tenemos al culpable —dice, con tono neutro, casi mecánico—. ¿Qué piensa, Fiscal?
¿Qué pienso? Que tengo el alma en guerra. Que, por primera vez en años, no tengo una maldita respuesta.
