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Capítulo 2 - Escape Forzado

Abril, totalmente desesperada, tomó a Maite de la mano y se la llevó rápidamente hacia el compartimento secreto, que su padre había enviado a construir hacía tiempo.

Le dolía en el alma dejar que su padre se enfrentara a El Manco, tan malherido como estaba. Pero no podía hacer más, si quería proteger su vida y la de su hermana pequeña. Lamentablemente, no podía enfrentarse al El Manco ni mucho menos acarrear en brazos a su padre hasta el búnker.

Una vez que ambas jóvenes estuvieron bien escondidas, Abril pegó la oreja a un pequeño ventanuco que no podía verse desde fuera y escuchó lo que sucedía en la sala.

—Dame el maldito mapa, Roberto. Hazte un favor. Estás por morir, ¿por qué seguir ocultándolo?

—No te lo daré —sentenció el padre de Abril—. No importa si muero o no, no importa lo que hagas conmigo, me llevaré el secreto a la tumba.

Roberto sabía que si lo decía lo mataría, aun si les decía donde estaba el mapa de El Gordo, el dueño de aquel tesoro que todos ansiaban, y por el que todos estaban dispuestos a derramar la sangre de quien fuera con el único fin de hacerse con él.

—¿Así que prefieres morir?

—Moriré de todos modos, te lo diga o no.

—¿O sea que prefieres una muerte terrible, antes que una simple ejecución?

—Tengo mis principios —respondió Roberto con seguridad, aun cuando su voz temblaba producto del dolor de sus heridas.

El Manco, con su única mano, lo cual le había granjeado su apodo, sacó un cuchillo y le hizo señas a un par de hombres que se habían mantenido en el umbral de la puerta a la espera de una orden de su parte.

—Átenlo —ordenó.

Una vez los hombres cumplieron con lo solicitado, El Manco comenzó a rajar lentamente la piel de Roberto. Primero, se dedicó a rasgarle la ropa y producir varias heridas en su pecho. No obstante, el hombre parecía ser inmune a aquel tipo de dolor. Por esto mismo, El Manco comenzó a hacer cortes, en su rostro y en el resto de su cuerpo, mucho más profundas que las primeras.

—Dime dónde está el puto mapa —repetía, una y otra vez, tras cada nueva herida.

—No lo haré. Mátame si quieres, tortúrame hasta la muerte, pero que sepas que de mi boca no saldrá absolutamente nada.

—Eres un maldito terco —espetó con los dientes apretados. A continuación, miró a sus hombres y les ordenó—: Vayan a la cocina a por sal, cloro y todo lo que encuentren, ya saben.

Roberto se retorció en el asiento, consciente de lo que se avecinaba. No obstante, se mantendría en sus trece hasta que la vida se le escapara del cuerpo.

En cuanto los hombres regresaron junto a El Manco, le entregaron todos los elementos que habían encontrado y que podían servir para su cometido.

El Manco tomó, en primera instancia, un salero que le ofreció uno de sus súbditos y comenzó a rociar sal sobre las heridas recién abiertas.

Roberto comenzó a retorcerse, pero no lo suficiente. Tenía un alto grado de tolerancia al dolor. No sabía por qué lo hacía, por qué se estaba sometiendo a esa tortura, pero no le daría el gusto de gritar siquiera. Sí, le ardía hasta el alma, pero no por ello dejaría de resistirse. Él era Roberto Cárdenas, uno de los hombres más fuertes que el mundo había conocido, y, aunque El Manco fuera cruel y despiadado, y terminara matándolo, no le daría el gusto de que lo hiciera viéndolo sufrir. No, tendría que conformarse simplemente con matarlo.

El Manco, irritado por la actitud y la poca reacción del hombre, tomó una botella de cloro y lo bañó por completo con ella. La sustancia desinfectante penetró en cada una de las heridas de Roberto, haciendo que tuviera que apretar los dientes para soportar aquel dolor. No obstante, en su rostro, más que un leve enrojecimiento, no apareció ni la más mínima expresión.

—¡Eres un maldito bastardo! —exclamó El Manco, soltando el cuchillo por un segundo y propinándole un fuerte golpe en el rostro.

Uno de los dientes de Roberto salió volando por la habitación y su boca y su nariz comenzaron a sangrar copiosamente. El gusto a salitre y a hierro invadió su lengua, la cual pasó por sus labios. A continuación, sonrió.

—No importa cuánto me golpees, no importa si quieres quemarme vivo. No importa nada de lo que hagas. No temo morir. Porque sé que, de una manera u otra, lo acabaré haciendo —dijo Roberto, ceceoso, por culpa del puñetazo recibido—. Así que mejor, mátame de una maldita vez y acaba con esto. Estás perdiendo el tiempo. No lograrás nada torturándome. Terminarás matándome tarde o temprano y te quedarás sin saber dónde está el mapa. No pienso decírtelo. No tengo nada que perder —sentenció, aun cuando no era así. Temía por sus hijas, aunque sabía que Abril podría apañárselas para poner a salvo a ambas.

El Manco continuó torturándolo por lo menos durante una hora más, en la cual Roberto no dijo ni una sola palabra.

Abril y Maite observaban la escena a través del pequeño ventanuco que había en el búnker en el que se habían escondido y que daba directamente a la sala en la que se encontraban los tres hombres y su padre.

Ambas muchachas temblaban de miedo y la angustia se había apoderado de sus cuerpos. Abril, por un momento, se tapó el rostro con su oscuro cabello, pero, aunque quería evitarlo, no podía dejar de mirar aquella macabra escena de su padre siendo torturado hasta la muerte.

Cuando El Manco comprendió que lo que había dicho Roberto era cierto, que no le sacaría ni una sola palabra de dónde estaba el maldito mapa, se giró hacia uno de sus hombres y ordenó:

—Mátalo.

A continuación, su subordinado, sacó un arma calibre 38, que llevaba sujeta en la parte posterior de sus vaqueros, apuntó y disparó sin siquiera pestañear.

Al momento de la detonación, Maite y Abril se taparon los oídos y, al ver a su padre, con la cabeza desplomada sobre su pecho, ambas comenzaron a llorar sin control, pero procurando hacer el menor ruido posible. No podían permitirse que El Manco y sus secuaces descubrieran su escondite.

Tras asesinar a Roberto, los tres hombres se dispusieron a registrar toda la vivienda, sin dejarse ni el más mínimo rincón.

—Ese maldito mapa debe estar en algún lado —murmuraba El Manco, una y otra vez, mientras le daba órdenes a sus hombres para que buscaran en rincones que, para él, con una sola mano, eran inalcanzables o imposibles de abrir.

Sin embargo, tras abrir todos los cajones, revisar cada mueble por dentro, arriba, debajo, detrás, en cada rincón de la bendita casa, ninguno de los tres fue capaz de encontrar lo que buscaban, por lo que, frustrados e irascibles, se marcharon de la vivienda, dejando atrás a Roberto.

Abril estaba horrorizada con todo lo que ella y su hermana habían presenciado. Y estaba segura de que jamás podría olvidar ese rostro. Ni siquiera le importaba la ausencia de su mano, en el mundo había muchas personas así, pero ese rostro, esa crudeza de su mirada y su sadismo jamás se le borraría de la mente.

Estaba totalmente aterrada y su hermana un poco más de lo mismo. Ambas sentían que sus cuerpos se habían quedado sin energías. Abril quería escapar cuanto antes, sin embargo, decidió esperar un tiempo prudencial para salir de la casa. Lo mejor sería escapar por la noche.

—Duerme un poco, Maite —le dijo a su hermana—. Pronto nos marcharemos de aquí —le aseguró.

Al caer la noche, ya de madrugada, Abril despertó a su hermana pequeña que, después de rehusarse por horas a cerrar los ojos, por fin se había quedado dormida y la obligó a ponerse de pie.

Abril se llevó el índice a los labios, indicándole que guardara silencio. A continuación, ambas salieron de su escondite, sigilosamente. Pasaron junto al cadáver de su padre y se encaminaron hacia la puerta trasera, que daba al patio.

Una vez que se sintieron un tanto más seguras, ambas inspiraron el fresco aire de la noche.

Cuando salieron a la calle, Abril miró a su alrededor y vio que había una gran cantidad de hombres con armas apostados en diferentes puntos estratégicos. Las estaban esperando y ella no podía permitir que le hicieran nada a su hermana ni a ella y, mucho menos, que se hicieran con el tesoro que su padre le había obligado a ocultar.

—Ven —le dijo a Maite y la tomó de la mano.

Rápidamente, la condujo hasta un callejón sin salida, lo completamente oscuro como para que nadie las viera. Los hombres se abalanzaron tras ellas. Sin embargo, cuando ellas llegaron al callejón y treparon el muro final, antes de que les dieran alcance, las perdieron de vista por unos minutos, los cuales las muchachas aprovecharon para cambiarse de ropa.

Abril tomó unas tijeras que había guardado en su mochila a modo de defensa y le cortó el cabello a Maite y luego le pidió que hiciera lo mismo con su cabello. Ambas tenían que cambiar de aspecto.

Se llenaron de barro que había en una de las esquinas del pasadizo y cuando volvieron a salir lo hicieron con toda la tranquilidad del mundo, rogando para sus adentros que las confundieran con unas simples vagabundas.

—Abril, no sé, pero me da que nuestro improvisado disfraz nos los distraerá por mucho tiempo —susurró Maite.

—No te preocupes, papá, hace un tiempo, me mostró un pasadizo secreto —le informó—. No sé por qué no se me ocurrió antes, pero tranquila, solo tenemos que llegar al final de la calle, girar a la derecha y cuando lleguemos al final de la siguiente, haremos lo mismo. Está detrás de casa. Pero apúrate y no levantes la perdiz.

Maite no tenía ni la más mínima idea de qué hablaba su hermana, pero siendo la mayor, le haría caso. A fin de cuentas, su padre siempre le confiaba los secretos a ella y eso la tranquilizaba.

Cuando llegaron a la parte posterior de la casa, Abril apuró el paso y fue en busca del objeto que, días atrás, había escondido debajo del enorme alce. Lo tomó entre sus manos y lo guardó en su mochila.

No estaba segura de si allí se encontraba el dichoso mapa que buscaba El Manco, pero lo mejor era no dejar atrás aquella caja, fuera lo que fuera que hubiese en su interior.

En cuanto estuvieron al resguardo del pasadizo secreto, Abril abrió la caja y comprobó que, tal y como había sospechado, allí se encontraba el dichoso mapa por el que El Manco había torturado a su padre hasta la muerte. Aquel, en efecto, era el mapa de El Gordo, el mayor traficante del siglo pasado. Abril no lo conocía más que por nombre, pero pudo deducir que se trataba de su mapa del tesoro, al ver su firma y reconocerla de inmediato. Aquella rúbrica era inconfundible. Su padre se la había mostrado tiempo atrás y ella, gracias a su memoria fotográfica, había logrado recordarla.

Rápidamente, guardó el mapa en la mochila, pensando en que la caja sería demasiado, por lo que la dejó a un lado del pasadizo mientras pensaba qué hacer a continuación.

—¿Y ahora qué hacemos? —le preguntó Maite.

Abril suspiró y tomó su teléfono móvil. Buscó un número de teléfono de confianza y le dio al botón de llamada.

Luego de unos cuantos tonos de llamadas, en los que Abril comenzó a desesperarse ante el temor de no conseguir ayuda, el hombre al que había llamado atendió.

—Abraham, soy Abril. Necesito tu ayuda para infiltrarnos en México cuanto antes —dijo y, a continuación, pasó a narrarle lo sucedido y lo que necesitaba—. Gracias, confío en ti —repuso al final y cortó la comunicación.

—¿Qué pasó? —le preguntó su hermana.

—Nada, me dijo que nos ayudará, que lo esperemos aquí.

No obstante, lo que no sabía Abril era que Abraham no había hecho más que tenderle una trampa.

Tan rápido como cortó la comunicación, marcó el número del El Manco.

—Señor, tengo información que podría serle útil.

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