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El mercado de esclavos:

Los intensos rayos solares son sofocantes . Gruesas gotas de sudor recorren mi espalda. Mis muñecas y tobillos están inflamados por las heridas que han abierto los pesados grilletes . Las plantas de mis pies están en carne viva y arden como si un fuego que no se apaga se alimentara de ellas. Mi boca está tan seca como el desierto. Mi piel parece arena. Mi largo y negro cabello es una maraña deforme y maloliente sobre mi cabeza.

Mi respiración es entrecortada, la fatiga no me ha vencido por mera intervención divina. Mis ojos se nublan. Mi mente está envuelta en una neblina plagada de espejismos.

Llevo cinco días alimentándome de pan y agua. Quizás podrías pensar que para una esclava del Imperio Kurani una comida de pan y agua es un lujo; pero lo que se nos da de pan es apenas un bocado y de agua un pequeño sorbo y llevábamos caminando muchas millas, demasiadas.

Cuando se nos forzó a abandonar Quesab, éramos un grupo de mil prisioneros. Pero a la capital, con vida ,sólo llegamos unos doscientos.

Todos los años el Emperador extrae su tributo de las tribus nómadas del norte. Usualmente, toma para sí doncellas hermosas, hijas de nobles, para que sean esclavas del Palacio real en Tarmen, pero si el noble tiene hijos, estos son tomados para guerreros de la guardia real o eunucos. Durante años, la entrega del tributo había sido pacífica, pero en esta ocasión, al capitán emisario Kuraní y al Ejército Dorado se les antojaron un poco de diversión ; y terminaron masacrando tres de las cinco tribus nómadas reunidas en Quesab para el concilio anual. Esta vez, los jefes de las tribus discutían el firmar o no una alianza más permanente que nos protegiera del poderío militar del Emperador y ejércitos Kuraní. Al parecer, la indecisión de los jefes despertó la ira y el hambre de masacre en el General imperial . Entre las tribus diezmadas, se encuentra la Sindú a la cual pertenezco. Luego de saciar su sed de diversión, el ejército se retiró , dejando los a sobrevivientes a merced de los esclavistas.

Una lágrima recorre mi mejilla. Es cierto que mi madre ya me había vendido a un mercader Guenty para cuando los invasores llegaron, pero eso no impide que los gritos y los sollozos de angustia de mis paisanos aún resuenen en mis oídos y hagan meya en mi alma. Otras diez mujeres de mi tribu sobrevivieron la matanza, porque habían sido intercambiadas por sus padres . Las intensas sequías y la escasez de alimentos habían llevado a muchos de los mayores de la tribu al extremo de intercambiar a sus hijas mayores y casaderas por víveres. En mi caso, no soy la mayor, soy la mediana de tres hermanas, pero mi madre me vendió por ser la menos agraciada de las tres. Ahora estamos, los treinta prisioneros que no hemos sido vendidos, arrodillados, sobre la plataforma de esclavos.

Con movimientos erráticos, intento secar la huella que la lágrima dejó sobre mi polvoriento rostro. Una mirada rápida al reducido grupo me hace comprobar que quedamos los más escuálidos y débiles de los prisioneros.

Algunos son demasiado viejos para labores arduas, otros se han enfermado durante el trayecto y las pocas mujeres jóvenes que quedamos no somos lo suficientemente hermosas para los estándares de belleza de la capital del Imperio.

Suspiro, mi madre y hermanas no fueron tomadas cautivas, muy en el fondo de mi corazón acaricio la esperanza de que hayan logrado escapar y elevo una plegaria a los dioses, porque de lo contrario… La otra alternativa es desgarradora.

Han pasado las horas...las demás mujeres de mi tribu ya han sido vendidas. Y eso en cierto modo es un alivio. Las costumbres del Imperio Kuraní dictan que si un prisionero de guerra no tiene valor o utilidad para sus captores, los esclavistas pueden deshacerse de él como mejor les parezca ya que el esclavo es su mercancía. Y este grupo tiene todas las de perder. Estamos todos huesudos, hambrientos y en el peor de los casos enfermos.

Si a nuestros captores se les antoja , cosa que es muy probable, puede que terminemos trabajando en las minas. Recorro mi seco labio inferior con mi dura lengua, haciendo una mueca de dolor. Una vida de esclavitud en las minas, es el peor destino para un esclavo. Te hacen trabajar de sol a sol mientras te matan de hambre. Las mujeres que son vendidas allí, sirven como aguadoras y curanderas.

Poco a poco me siento sobre mi trasero, y coloco mi mentón sobre mis huesudas rodillas. Rodeando mis piernas con los brazos, la muerte sería un final más misericordioso para mí . Casi siempre, las mujeres en las minas terminan sirviendo de entretenimiento a los guardias o a los propios esclavos.

*******

Cinco horas han transcurrido, desde que abrió el mercado de esclavos está mañana y la fatiga se ha apoderado de mi cuerpo. Fuertes temblores me estremecen de pies a cabeza. Tengo frío, luego calor y luego frío nuevamente. Mi visión se nublan. A mi mente llegan las voces y olores y colores del mercado cómo si los transeúntes y comerciantes estuvieran lejos, cada vez más lejos.

Los habitantes de Tarmen que hoy han venido al mercado pasan por delante de la plataforma y siguen de largo. El gordo y sudoroso mercader de esclavos ha comenzado a impacientarse.

Varios de mis compañeros de infortunio ya han caído desmayados debido al hambre y la sed. Y han sido castigados por su debilidad con azotes. Ahora estamos de pie, los diez que quedamos, sobre la plataforma. Mi cuerpo se tambalea. En unas horas todo habrá terminado, en unas horas se decidirá mi destino. Seré enviada al más allá por la misma mano que me compró con oro al esclavista que me trajo desde mi tierra hasta aquí o seré llevada a las canteras.

Elevo una plegaria al Magnánime, para que me conceda el descanso pronto. Quizás esta sensación de vacío y de frío incontrolables son la advertencia de que mi fin está cerca. Lucho por mantenerme en pie, pero mis rodillas flaquean.

Cierro los ojos e imagino que estoy con mi padre, corriendo por entre las yerbas verdes del oasis de Horenheb, puedo jurar que oigo el murmullo del arroyo sagrado y el recuerdo de la dulce y fresca agua hace que trague en seco. Intento sonreír pero mi rostro está paralizado. No puedo más, lo sé, he llegado al fin de mis fuerzas. Mis rodillas se doblan bajo el poco peso que me queda. Debo haberme caído de la plataforma porque el enfangado suelo viene rápidamente a mi encuentro.

*****

Un ardor insoportable se ha apoderado de mi espalda. Soy jaloneada de los hombros bruscamente y soy obligada a sostener mi tren superior sobre mis manos. Sostengo , a duras penas mi rostro y observo que a mí rededor reina un caos extraño. Por aquí y allá corren despavoridos los finamente vestidos y enjoyados nobles Kuranies y otros ciudadanos de la capital , puedo oír el resonar de cascos de caballos. Mi mente intenta hallarle sentido a este alboroto, pero no tengo fuerzas ni para razonar.

Cerca de donde he caído, un guerrero de tez broncínea y ojos feroces sostiene un látigo, el cuál descarga inmisericordemente contra la espalda desnuda del gordo y sudoroso esclavista mientras éste es sujetado por dos soldados de la guardia real .No soy capaz de mirar las facciones del guerrero porque trae el rostro cubierto con un hayab de finísimo lino blanco. Toda sus vestimenta es totalmente blanca y eso lo hace resaltar en la mugrienta y enlodada escena.

El comerciante clama por piedad en la lengua Kuraní antigua, pero el guerrero es implacable. Sus cabellos largos le confieren un aspecto salvaje, pero sus vestiduras de lino y joyas me hacen sospechar que debe ser un miembro de la corte real. Ha venido a rescatarme un príncipe kuraní. Suspiro. Debo estar sufriendo delirios, indudablemente.

Despacio me logro sentar sobre el lodazal en el que estoy y contemplo desinteresadamente como algunos guardias de la corte real van liberando de sus grilletes y cadenas a los demás esclavos y estos se miran unos a otros atónitos. Luego, uno de los soldados se acerca a mí y con la pesada llave libera mis muñecas y tobillos de los cortantes hierros que me aprisionaban. Miro las heridas de mis muñecas y frunzo el ceño. Es extraño, ya no me duelen las llagas, de hecho ya no siento nada. Trastabillando me pongo en pie y limpio el lodo de mi rostro con el dorso de mis manos.

El guerrero enrolla el látigo en su fuerte mano derecha. Se voltea imperioso y grita unas órdenes a sus soldados. Observo que el esclavista yace en el suelo inconsciente. Los otros esclavos son reunidos entre un grupo de soldados y se alejan en tropel por la calle principal. Doy unos pasos para seguirlos, pero el guerrero ya se ha montado en un negro y poderoso semental y antes de que yo logre dar tres pasos, el aire abandonada mis pulmones al ser arrancada del suelo por unos brazos de hierro que me rodean la cintura y me encuentro de pronto sentada de medio lado, en una silla de montar, sobre el imponente caballo. Mi frente a la altura de la barbilla de mi nuevo captor, mi adolorida espalda rozando su musculoso brazo derecho.

Mientras él acucia a su montura y salimos disparados a todo galope, las fuerzas me abandonan y mis ojos se cierran otra vez. Lo último que he visto antes de desfallecer, han sido un par de feroces ojos dorados.

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