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2. PESADILLA

Rosie fingía que no le dolía que Mikel se hubiera desaparecido como todos los demás, pero el hecho de que se mantuviera en cama durante los siguientes días decía lo contrario.

Isabel la dejó sola una mañana. Vestía el uniforme escolar cuando salió; en la mochila llevaba ropa de calle, porque realmente había salido a buscar empleo.

Fue en vano. Le ofrecían medios turnos por ser estudiante, con una paga risible; iba a gastar más en transporte de lo que podría ganar. En otros no tenían seguro social y, en la mayoría, le pedían que llevara un permiso legal firmado por un adulto, donde autorizara que podía trabajar; no le creían que tuviera la edad que decía. Una razón más para odiar su físico.

—Si tuvieras una identificación de mayoría de edad, podría hacer que entraras al almacén donde trabajo —dijo Claudia, una vecina.

—¿En el almacén donde van los más ricos de la ciudad?

Claudia asintió.

—Una blusa cuesta un mes de sueldo.

Isabel recordó que la tienda manejaba la marca de una diseñadora reconocida, dueña del lugar. Si pudiera vender una sola de aquellas prendas, podría pagar un día en el hospital más caro de la ciudad; podría buscarle la mejor atención a su hermana.

Sintió que la observaba mientras caminaban por la acera, afuera del lugar que podría ser la salvación de Rosie, donde la paga era buena gracias a las comisiones. Se miró a sí misma.

—Mi ropa es mala, ¿verdad?

—Eso tendría solución. Tu problema no es la ropa, sino la cara.

Isabel se sintió menospreciada. Claudia extendió una mano y le quitó una migaja de chocolate que tenía en la mejilla.

—No eres fea. —La miró con simpatía al ver su preocupación—. Pareces una niñita.

Hizo una mueca.

—¿Y si me corto el cabello y me maquillo?

—¿Sabes usar tacones?

La muchacha resopló.

—No muy bien.

—¿Podrías conseguir una identificación falsa?

—¡No!

—Entonces, no hay mucho qué hacer.

Isabel pensó que su única esperanza se desvanecía. La realidad le mostraba —una vez más— su cara más desagradable. Se sintió angustiada; entrelazó las manos y siguió caminando detrás de Claudia. Se negaba a darse por vencida.

—Debe haber alguna manera.

—Lo siento, pequeña. —La secretaria siguió andando.

Estaban frente a los aparadores cuando, de pronto, unos intensos ojos azules atrajeron la mirada de la adolescente. Se quedó mirándolos hipnotizada; jamás en su vida había visto algo tan hermoso. El modelo era un hombre de unos veinticuatro o veinticinco años, de piel muy blanca y cabello castaño.

Claudia se detuvo al notar que ya no la seguía por mirar al modelo.

—Es muy guapo.

—Sí —musitó Isabel con los ojos pegados en él, como si tuviera un imán—. Parece un ángel... —Recorrió su cara.

—Tú lo has dicho: es como un ángel —susurró Claudia tomándola del brazo; debía apartarla de esa distracción—. Y está muy lejos de tu alcance.

Isabel la miró y regresó a la realidad.

—No me hago ilusiones; nunca lo voy a conocer.

—Entonces, regresa a tu casa y cuida bien de tu hermana.

Claudia sacó del bolso unos volantes e Isabel se los sostuvo; descubrió que eran una versión similar a la imagen que acababa de robarle el aliento. Casi sonríe al mirarlo.

—Ten. —Le ofreció dinero—. Con esto te regresas de inmediato y compras algo de comida.

Isabel se sintió apenada. Había ido a buscarla tras la hora de su almuerzo para que le prestara y poder regresar con su hermana, que ya tenía una semana sin trabajar; la economía era cada día más penosa. Si no fuera por Claudia y su hermano —ambos vecinos— ya estaría pidiendo limosna. Tal vez exageraba, pero si no conseguía pronto un trabajo, no sabía qué iba a hacer.

—Gracias, Claudia; te prometo que en cuanto consiga empleo te pagaré todo.

—Olvídalo; vete ya.

Sonrió y la abrazó; la secretaria le dio unas palmaditas en la espalda. Se apartaron e Isabel se retiró de inmediato. En su paso, se topó nuevamente con esos hermosos ojos de cielo; su corazón latió apresurado y se mojó los labios.

De repente recibió una llamada telefónica. Era Rosie.

—Hola, hermanita —la saludó fingiendo estar alegre.

—Isabel... —La voz temblorosa de Rosie le erizó la piel—. Estoy muy mal...

Isabel perdió el aliento y apretó el celular.

—¿Dónde estás? —inquirió, sintiendo el peso del mundo en sus espaldas.

—Acabo de llegar a casa —dijo débilmente; su respiración era pesada—. Me duele mucho... —Sollozó y dejó escapar un gemido doloroso; de pronto, Isabel escuchó un golpe ahogado.

—¿Rosie? —inquirió. Un silencio mortal se hizo presente—. ¡Rosie, contéstame! —Su garganta se cerró.

Miró alrededor y buscó un taxi que la llevara de inmediato a su casa. La angustia se apoderó de su ser; la cordura la abandonó y siguió insistiendo.

—¡Rosie, háblame, por favor!

¿Cómo era posible que no pasara un taxi?, se preguntó mientras colgaba y se guardaba el móvil en el bolsillo del pantalón. Sin que se diera cuenta, Claudia regresó a su lado.

—¡Isabel! ¿Qué pasa? —preguntó nerviosa—. Te oí gritar.

La joven le tomó los brazos desesperada; sus ojos derramaban lágrimas sin control. Estaba a punto del colapso de solo pensar en su hermana, sin nadie que la auxiliara, tirada en el suelo, convulsionando.

—Rosie me llamó, dijo que se sentía mal y luego se desmayó —pudo decir entre sollozos. Claudia se preocupó—; ¡o le dio un infarto! ¡Oh Dios!, ¡que no le haya pasado nada, por favor!

Claudia la rodeó con los brazos; estaba conmocionada por su dolor. No sabía qué era peor: si padecer la enfermedad como Rosie o vivir en constante angustia como Isabel, por no saber si su única familia iba a vivir en el minuto siguiente.

—Ven, vamos en mi auto.

La muchacha siguió llorando sin parar. Claudia llamó a su hermano y le pidió que fuera a ver a Rosie. Ambos eran de las mejores personas que había conocido en su vida; agradeció en silencio el tenerlos cerca.

—Ya fue a verla, tranquilízate; a lo mejor solo fue una descompensación.

Isabel quiso convencerse de ello. Claudia la miró de reojo; marcó a su trabajo para avisar a su jefe que tenía una emergencia.

Se quedó sola en el hospital luego de que Rosie fuera trasladada de emergencia con los latidos muy débiles. Claudia quiso quedarse, pero insistió en que regresara a su trabajo; no quería darle más problemas. Lo mismo sucedió con su hermano, un chico de aspecto dulce y de baja estatura. El muchacho se veía cansado, pues trabajaba como electricista en una compañía que a veces lo contrataba de noche.

—Muchas gracias a los dos; si pasa algo más, yo les aviso.

—Por favor, no dudes en hacerlo.

—Si... —murmuró, conteniéndose.

Y allí estaba una vez más en el hospital, sola, esperando la respuesta del médico; la misma que ya conocía. Rosie necesitaba estar en completa calma en espera de un trasplante, que no podían hacer en ese lugar por no contar con el equipo necesario. Aun así, harían lo posible para estabilizarla y todo eso costaba. Estaría algunos días —si no es que semanas— internada.

Se sentó en la sala de espera, rodeándose con los brazos. La angustia regresó con más fuerza y su rostro se desfiguró por el dolor. Se sentía frustrada. ¿Cómo iba a conseguir tanto dinero?

Recordó las palabras de su borracho padre y se negó a creer que su destino fuera el que tanto les señalara: que terminarían siendo unas putas.

Se levantó desesperada y miró alrededor. ¿Por qué no llegaba el médico, o la enfermera, para darle alguna noticia sobre Rosie? Se iba a volver loca. Le faltaba aire; tenía que salir un momento para despejar la mente. Debía pensar en algo para resolver la situación.

El clima fresco golpeándole la cara no la despejó mentalmente. Al contrario, esa frialdad le seguía restregando la maldad que habían tenido que soportar durante toda su vida; las muchas veces que su hermana debió irse a trabajar de noche para que, tras la muerte de su miserable padre, pudieran vivir con dignidad.

Rosie se había esforzado mucho para que no le faltara nada y debía compensarle tantos sacrificios; más que nada, tanto amor.

Se daría permiso de llorar antes de regresar; tenía que estar desahogada cuando su hermana despertara. Sollozó con fuerza y las lágrimas que no tenían fin inundaron sus ojos, mojaron sus mejillas y se dejó llevar, sin importar que la gente alrededor la mirara.

A nadie le importaba sus razones para soltar ése doloroso sentimiento que ahogaba su interior; un dolor que era lo más cercano al problema cardíaco de Rosie. El mismo que tenía que liberar para aparentar fortaleza. A veces sentía que la iba a superar.

¿Acaso algún día serían felices? Lo único cierto era que, si Rosie no se recuperaba, su vida no tendría sentido. Tenía que buscar la manera de ayudarla. Se negaba a aceptar un destino de infelicidad.

Se sentó en una fría banca de cemento y siguió llorando. Esa pesadilla tenía que terminar.

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