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Herederos

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Miri Baustian
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Sinopsis

En la lectura del testamento, Kelly y Rodolfo se enteran que para acceder a la herencia de una de las fortunas más grandes del país, tenían que contraer matrimonio. Sus padres eran socios, fallecieron el mismo día cuando tuvieron un accidente en el helicóptero en donde viajaban. Rodolfo, mujeriego, machista y soltero empedernido, sintió un odio atroz por Kelly, ella representaba al tipo de mujer que más odiaba. Kelly solo esperaba de la vida un gran amor y sintió que su padre, aún después de su muerte, pretendía dominar su vida, arrojándola a los brazos de un lobo feroz, que jamás le iba a brindar el amor que ella necesitaba.

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Capítulo 1. La tragedia

Por Rodolfo

La vida muta continuamente y a veces no son agradables los cambios, es más, a veces son dolorosos esos cambios, como es este caso.

Estoy a cargo de unos de los campos más grandes de mi país.

La mitad de este campo es mío.

Mi padre y su socio tuvieron un accidente aéreo, se cayó el helicóptero en el que se trasladaban.

Habían sido amigos toda la vida y socios, nunca tuvieron problemas entre ellos, se estimaban demasiado y se respetaban mutuamente.

Cuando me recibí de ingeniero agrónomo, un poco por imposición y otro poco porque entendí que era la mejor manera de manejar, con conocimientos de causa, todo lo referente al campo, me hice cargo de un montón de situaciones.

Mi madre se había separado de mi padre cuando yo era pequeño, ella no soportaba nada que tuviera que ver con el campo y nosotros vivíamos allí.

Prefirió renunciar a todo, incluso a mi tenencia, eso aún me dolía.

Pero ella quería otra vida, fiestas de alta sociedad y no tener que trasladarse durante horas, cada vez que quería ir a la ciudad.

En la ciudad teníamos una casa inmensa, digna de las mansiones de cualquiera de los actores de Hollywood.

Fué lo único que ella le pidió a mi padre al separarse, esa casa.

Desde hace años, ella está felizmente casada con un abogado.

No le corresponde nada de la herencia de mi padre y yo soy su único heredero.

Con mi madre casi no tengo relación y con mi medio hermano, de parte de ella, menos, creo que lo vi dos o tres veces en mi vida.

Ahora soy un hombre de 32 años y no me interesa verla, mi vida está centrada en el campo.

La casa en donde vivo está en el campo, es inmensa, tiene varias alas, en donde no te cruzas con nadie si no querés, en el lado sur vivíamos nosotros y en el lado norte, vivía Mateo Miller, el socio de mi padre.

La casa tenía varias entradas, tres cocinas, más de 15 habitaciones, 4 comedores, un salón inmenso, todas las comodidades y todos los lujos.

Pero eso, a mi madre, no le bastó, ella quería fiestas casi a diario, quería cenas en restaurantes, quería viajes y sobre todo, no quería vivir en el campo.

Mi padre no se volvió a casar, por lo que de su parte, soy único hijo.

El socio de mi padre era viudo, había enviudado joven y tampoco se volvió a casar.

Mateo tiene una hija y por más que la quiera recordar de pequeña, no lo puedo hacer, lejanamente, recuerdo a una bebé, pero casi no nos cruzabamos, precisamente por lo enorme de la casa, cada cuál comía en el comedor correspondiente a su lado de la casa.

Yo tenía 13 años cuando abandoné el campo, para hacer la escuela secundaria en la capital y si bien volvía al campo todos los fines de semana, posiblemente Mateo y su familia, salieran para la ciudad en ese momento.

Creo que yo estaba terminando la secundaria, cuando la esposa de Mateo falleció de una larga enfermedad y su hija estaba al cuidado de una tía suya, también en la capital, luego, la niña, estudió en Europa, no sé cuando volvió, lo cierto es que yo no me la crucé nunca más, hasta el momento del accidente nuestros padres, de esto hace un mes.

Yo estaba destrozado, perdí a mi padre, que era el hombre cuyo ejemplo me formó en la vida.

También estaba dolido por Mateo, que era como un tío para mí y uno muy cercano.

Realmente fue una desgracia.

Estábamos todos mal, porque los dos eran hombres muy queridos por los peones.

La gente no dejaba de pasar a saludarnos.

El velorio se llevó a cabo, simbólicamente, pués el helicóptero se incendió y sólo recuperamos las cenizas de ambos y también las del conductor del helicóptero, falló el motor, eso fue increíble, porque la nave era nueva.

Supongo que fue el destino.

De repente llega un auto muy llamativo, que no era de la zona y se bajó de él una mujer joven, con aires de superioridad, vestida con pantalones negros, ajustados y un sweter, también negro, con anteojos oscuros y su cabello rubio claro, suelto, le llegaba hasta casi la cintura.

Era delgada, parecía tener buen cuerpo, pero yo no estaba de ánimos para mirar a nadie.

Llamó la atención de todo el mundo.

Aunque tengo que admitir que su belleza era inmensa, tanta que ofendía, parecía una mujer inalcanzable para los mortales.

Sin mirar a nadie, se dirigió a los cajones, estaban uno al lado del otro.

Se quedó frente a ellos, con la vista perdida y pensando quién sabe en qué.

Estuvo cerca de 20 minutos sin moverse, hasta que me acerqué yo.

No era tan alta como pensé, aunque me llegaba a la nariz, pero me había dado cuenta que traía puestas unas botas de media caña, con un taco altísimo, inapropiado para el lugar.

Yo soy alto, mido 1,86, por lo que ella, aunque sin esas botas ridículas, me llegaría por debajo de mi boca, es decir que no llegaría al metro setenta, tampoco era baja, pero creí, cuando la vi entrar, que era más alta, debía ser porque estaba vestida de negro y era delgada.

—Buenos días, señorita, soy Rodolfo Orellana Coutol.

Me mira, como estudiando mi aspecto o pensando quién soy, no lo sé.

Siento que me recorre con su mirada, más bien lo adivino, porque ella tenía anteojos oscuros.

—Soy Kelly Miller, la hija de Mateo Miller.

—Lamento las circunstancias en que nos conocemos.

Le digo y ella no me contestó nada, más bien me ignoró.

Hasta que después de una hora, donde ella estaba parada y yo hacía media hora que me había alejado, decidió acercarse a mí.

—¿Cuándo es el entierro?

Preguntó sin que le tiemble la voz o haya resquicios de que realmente le importara la muerte de los dos hombres, que a muchos les causó un inmenso dolor y entre los cuales, me incluyo.

—A las dos de la tarde, no tenía sentido hacer más largo el sepelio.

Nuevamente no me contestó nada y a esta altura ya me parecía una mal educada.

Parecía que no le afectaba para nada, no digo la muerte de mi padre, sino, la del suyo propio.

Pidió un café, también lo hizo con un aire de superioridad que les cayó mal a todos, aunque no hicieron ni un comentario, creo, qué como yo, todos adivinaron cuando entró, de quién se trataba.

—Quiero un café, mediano y cortado, con una cucharada, pequeña, de azúcar.

No pidió por favor, no dijo gracias cuando se lo trajeron, nada de nada, como si ella fuera la reina del universo.

Ni siquiera se había sacado los antojos.

Doy gracias a Dios que esa mujer no vivía en la casa, debía vivir en capital o tal vez en el extranjero, sería horrible convivir con ella.

Me hizo recordar a mi madre, con su comportamiento tan frío y casi despectivo.

Le debe incomodar venir al campo, pensé.

Me quedé pensando que debía ser así, porque no la vi nunca, ni siquiera en vacaciones.

Muchos la observaban con curiosidad y cuando se acercaba alguien de un campo vecino, siempre me saludaban a mí, opté por no presentarla, ella parecía estar más allá del lugar, hacía rato que estaba pendiente de su celular, no hacía más que mandar y leer mensajes.

Llegó el intendente de la ciudad, acompañado por el gobernador de la provincia, es que realmente y aunque no teníamos vínculos con la política, somos hacendados, influyentes y multimillonarios.

¿Dijo que se llama Kelly?

Sí, pero lo recordé, porque Mateo la nombraba, no por recordar el nombre de la mujer antipática que tenía delante mío.

Saludé al intendente, a quien conocía bien, porque, aunque no me interesaba la política, era obvio que lo tenía que conocer y también al gobernador, al que conocía de vista, habíamos cenado algunas veces juntos, en reuniones con empresarios.

Es que, básicamente, somos empresarios, más allá de ser catalogados como hombres de campo.

Me acerqué nuevamente a esa mujer que ya me caía muy mal.

—Kelly, están el intendente y el gobernador de la provincia.

Ella, sin sacarse los anteojos oscuros, se paró y pareció hacerlo de mala gana.

—Señores, ella es Kelly Miller, la hija de Mateo.

—La acompañó en el sentimiento.

Dijo el gobernador y yo pensé que esa mujer no tenía sentimientos y que no creía que al gobernador le duela las muertes de mi padre y de Mateo, por lo que sí, posiblemente tuvieran el mismo sentimiento.

El intendente estaba más impactado, también era un hombre de campo, de edad cercana a mi padre, y al compartir cierta actividad, no puedo decir que fueran amigos, pero si vecinos cercanos, aunque del límite del campo más cercano al nuestro, nos separaban varias millas, tantas que era casi imposible hacerlas caminando.

Particularmente, nosotros nos movíamos en camioneta, en caballo o en helicóptero.

Por eso no entiendo ese accidente, el helicóptero era un vehículo más para nosotros.

Los políticos se retiraron, no sin antes decirnos que estaban a nuestra disposición.

En el momento del entierro, Kelly, siguió la caravana en su propio auto, yo le había ofrecido un lugar en el mío.

—No, luego del entierro, me voy.

Me alcé de hombros, era problema de ella.

No creo que vaya nerviosa por la ruta, parecía estar solo por compromiso, como el gobernador.

Durante el entierro tampoco la vi desmoronarse, se nota que para ella era un trámite más.

No entiendo nada, su padre la nombraba con cariño y ella parece casi indiferente a su muerte.

A esta altura, ya la despreciaba.

Me descomponen las mujeres así, frías y sin sentimientos ¡Es el padre! Y era un buen hombre, lo sé, doy fé.

Había terminado el entierro y me acerco a Kelly, solo por cortesía, porque en realidad yo esperaba que ella se vaya de una maldita vez y no ver nunca más a esa horrenda mujer.

Ella se sacó los anteojos y pude ver una mirada inmensamente clara, casi turquesa, con más vida de lo que me imaginé.

Sus ojos tenían un brillo especial, me pareció que hasta estaba conteniendo sus lágrimas.

Enseguida se colocó los anteojos.

—¿Querés pasar por la casa?

Me encontré preguntando.

—No, ya me voy.

Sin saludar, se subió a su deportivo rojo.

Me debo haber equivocado, esa mujer es incapaz de llorar.

Sus ojos debían ser así.

Tuve rabia porque no me saludó, aunque, después de todo, no me importaba para nada.

¡Mujeres!

Las desprecio.