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Capítulo 1.

Aquella mañana el aire se sentía más pesado de lo normal, al menos no cómo era usual, solía soportarlo; pero no aquella mañana. En aquel lugar, todo parecía oscuridad, en el límite de la cordura, ella aún no lo entendía.

Así que, de pronto, cuando nadie lo esperaba, echó a correr, corrió en dirección al bosque, corrió descalza. Podía sentir las ramas quebrarse debajo de sus pies, también sentía las piedras incrustarse en las plantas de sus pies; pero en ese momento, no le importaba, solo quería estar sola, aunque fuera un momento. Estaba consciente de que cualquier momento de soledad duraría solo eso, tan solo segundos. La guardia real ya la perseguía; muy pronto la alcanzarían.

Si tan solo él estuviera ahí, todo sería más fácil de soportar. Lo extrañaba demasiado.

Ella lloró; pero continuó corriendo, rápido, sin pausar el ritmo de huida, y continuó, hasta que el bosque terminó, y sus pies ya no pisaron más ramas y piedras; ahora, todo debajo de sus pies fue arena, y el mar se abrió ante ella; hermosas aguas de color verde. Las ráfagas del viento golpearon su cara con brusquedad, violentamente, él mar no estaba apacible, podía ver la tormenta acercarse en el horizonte, relámpagos, nubes, enormes olas. El mar estaba enojado, furioso, luchaba mano a mano una contienda con el mar. Su cabello de color fuego golpeó su rostro, lastimó sus ojos como látigos, lastimando esos hermosos ojos color violeta. En su mente, solo estaba él, no pensaba en otra cosa. Deseaba regresar en el tiempo, cuando no conocía nada, ni sabía del amplio mundo que la rodeaba. Deseaba regresar en el tiempo, aquel día, uno que parecía muy lejano, uno que tal cual ignorante, y limitada imaginación, ella le había preguntado a su amado:

―Tarian. ¿Cómo es el mar? ¿Podrías describirlo para mí?

―No, no lo haré ―había dicho él, con una sonrisa en sus ojos, y luego, un juramento: ―Prometo que lo verás con tus propios ojos.

Él lo hizo, cumplió su promesa, no le había fallado nunca. Le había rescatado antes, le había salvado del desconocimiento. ¡Le dio libertad!

―Por favor, Tarian, ven, te necesito. ¡Rescátame de esta falsa libertad! ―gritó en voz alta, cayendo de rodillas en la arena.

En un instante, en tan solo un parpadeo, fue rodeada, la guardia real estaba ahí. Ella levantó su mirada, vio sus rostros llenos de adrenalina, y algunos la apuntaban con lanzas. No tenía miedo, sabía que ellos no podían hacerle daño, siquiera podían tocarla. Con seriedad, la muchacha se levantó de la arena; y sin mirar a sus rostros, ellos cayeron a sus pies, dándole una reverencia, inclinados ante ella.

―Duquesa ―le dice el comandante, con mucho respeto―. La reina está furiosa, exigió su presencia ante ella al enterarse de su más reciente escape. Pidió que le lleváramos por las malas. No quiero hacerle daño, aunque sea la reina, nos es indigno tocar a otro miembro de la realeza.

―Tenga paz en ese sentido. Yo daré mi parte, iré por mi voluntad a la presencia de la reina.

―Debo escoltarla, por mi propio bien ―pidió.

―Yo lo permitiré ―concedió la chica. Sin más preámbulos, ella dio media vuelta, emprendiendo su regreso al castillo. Tenía prohibido salir del palacio, pero ya que era obligada a regresar, regresaría por dónde quisiera. Así que lo hizo, ingresó a la calzada, caminando por en medio del pueblo. No conocía a nadie allí, y aun cuando caminaba entre las personas, nadie podía verla, los guardas la rodeaban, ocultándola. Sin embargo, ella disfrutaba el momento, le era excitante mirar entre los guardias un poco de su pueblo; aunque le doliera, aunque el sol la lastimara y su piel ardiera, valía la pena.

Cuando sus pies tocaron el interior de los muros del palacio, la guardia que la rodeaba se dispersó de manera automática; solo el comandante se quedó a su lado. Y así de rápido, ambos estaban de pie frente a la puerta de manera tras la que se resguardaba la vieja bruja, en sentido figurado; aquella a la que la gente llamaba “Reina”. El comandante le tomó el brazo, ella lo miró y asintió, sabía por qué lo hacía, era de mutuo acuerdo, debían simular que él la traía en contra de su voluntad, por las malas, como ella lo había pedido. No era la primera vez que lo hacían. A la chica no le molestaba, eso lo protegería, a él y su familia.

El pregonero estaba junto a la puerta, e ingresó antes que ellos, la chica pudo escuchar cuando él anunciaba su llegada ante la reina, fue entonces cuando las enormes puertas de hermosa madera y decoraciones de oro puro se abrió ante ella y el guarda que la escoltaba; justo en el fondo, la reina yacía sentada sobre su trono, uno enorme y estrepitoso, como todo lo que la mujer solía ordenar. Una hipócrita sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro de la Reina, satisfecha con la manera en la que al guarda ahora la arrastraba. Avanzaron, a unos tres metros de distancia, él la tiró al suelo, obligándola a inclinarse ante su alteza real de un solo golpe. La chica pelirroja no miró hacia arriba, no miró a la soberana soberbia, solo miró el piso, pero pudo escucharla acercarse, pudo ver sus pies, rondando alrededor de ella, rodeándola al menos en dos ocasiones, hasta que se detuvo.

― ¿Cuántas veces más te atreverás a pasar sobre mis órdenes? ―preguntó la mujer, la Reina hizo una seña a sus asistentes, uno de ellos avanzó hasta la chiquilla pelirroja, y tomó una porción de su cabello para obligarla a levantar la mirada; y así ver a los ojos de la Reina.

―Pequeña basura ―gruñó la Reina, alzó su mano, y golpeó a la chiquilla con la mano abierta, justo en el rostro, primero con la derecha, luego con la izquierda, así repitiendo la acción por al menos dos ocasiones más, mientras esta era obligada a mirarla, sometida de sus cabellos rojos.

―La próxima vez que se te ocurra salir del castillo… ¡Te encerraré una semana completa en el calabozo! ―gritó furiosa― Esta vez, nada ni nadie podrá impedirlo, ni siquiera el parlamento completo. Ahora vete… ¡Saquen esa cosa infame de mi vista! ―ordenó.

El comandante la levantó del piso, como si era fuera una simple pluma, la echó sobre su hombro, sacándola del salón. Subió las escaleras, aun con ella colgando sobre su hombro, infinitas escaleras hasta la torre más alta del castillo, hasta el último piso, la chica pelirroja no dijo nada, solo se dejó llevar, pensando en todo lo que había sucedido hasta llegar a aquel momento, uno que jamás pensó que sucedería, uno que definitivamente no había imaginado así. Cuando llegó a la alcoba, el hombre la tomó con delicadeza de su hombro, y la acostó con suavidad sobre su cama.

―Lamento mucho si le hice daño, querida Ro. No se lo merece ―susurró él.

Ella le sonrió dulcemente, y le miró enternecida, el hombre debía doblarle la edad, podía ser su padre; él seguramente la veía como una de sus hijas. Él tenía razón, no lo merecía, nada de lo que había pasado en su vida era merecido.

―Sé que no hay maldad en ti, calma ―respondió ella, quitando de él cualquier culpabilidad.

Tampoco era su culpa.

―Podría dejarle una marca ―señaló él, pasando la yema de sus dedos por el lado más herido de su rostro. Ella tomó la mano con la que él la tocaba, y la encerró entre sus palmas, luego, con una sonrisa, ella le susurró:

―El maquillaje lo cubre por completo ―e intentó sonar divertida, quería dejarle saber que ella estaría bien, nada lograría quebrantarla, aún.

―Conseguiré alguien que le provea ayuda ―ofreció.

―Eso sería gratificante ―aceptó ella.

El comandante dejó un beso de protección sobre su frente, y procedió a marcharse de la habitación. La chica extendió su brazo, alcanzando un espejo de mano con la punta de sus dedos.

¿Qué desastre habría dejado la Reina sobre su rostro en esa ocasión?

Las heridas ya se habían cerrado, su piel estaba regenerándose; pero la mancha morada, de color similar al de sus ojos se extendía por todo el lado izquierdo de su rostro, cubriéndola casi por completo como una máscara.

¡Cómo odiaba estar ahí!

No sabía que era peor, su vida ahora, o lo que sucedía un año atrás.

Bajó de su cama, sentándose en el tocador; con las luces sobre su rostro, podía mirar con detalle y profundidad el reflejo en el espejo. La mancha era obvia, y al quitar los restos de maquillaje, fue revelando la totalidad del desastre. Era una víctima de las manos crueles de la Reina, siempre arremetiendo contra su rostro con envidia. Justo ahí, al verse así, una lágrima de desesperación bajó por su mejilla.

¿Qué estaba pensando el día en que decidió venir?

Ella aun podía escuchar las suplicas de su amor. ¿Por qué no le había hecho caso?

― ¡No te vayas!... ¡Quédate conmigo! ―suplicaba él.

―Lo siento, Tarian ―lamentaba ella mientras lloraba―. No puedo, necesito saber quién soy. Necesito saber qué es lo que realmente soy.

―Podemos encontrar las respuestas aquí, los dos juntos ―rogó él, tomando ambas de sus manos.

―Necesito hacer esto sola. Después podremos estar juntos ―prometió, y lo besó.

―Si me llegas a necesitar, cuando quieras volver, prométeme que llamarás.

― ¿Cómo lo haré?

―Solo clama por mí, prometo que te escucharé. Acudiré a ti, dónde sea que estés.

―No me olvides nunca, por favor ―pidió ella, juntando su frente con la de él.

―Jamás te olvidaré, porque te amo, como a nada en este mundo.

Debió escucharlo, descubrir quién era no valía la pena si tenía que estar lejos de él. Esperaba que él pudiera encontrarla, tal y cómo se lo había prometido.

―Duquesa ―escuchó ella, alguien llamaba a su puerta―. Permiso para ingresar.

―Pasa ―permitió ella.

El chico ingresó, empujando la puerta con su espalda; llevando una charola de plata, en ella había recipientes, y algunas toallas. Él hizo una reverencia ante ella tan pronto sus miradas se cruzaron, ella alzó la mano en señal de que lo dejara. Entonces, él le dijo:

―Alteza; traigo sus medicinas y un poco de hielo.

―No me digas Alteza. ¿Cuántas veces tengo que decirte que me llames por mi nombre?

―Perdone, es la costumbre ―respondió, aun sin estar completamente convencido de hacerlo, ella suspiró, ningún miembro de la servidumbre podría acostumbrarse jamás a su presencia, se les hacía difícil de creer que alguien con un título pudiera tratarlos bien, no luego de servir a su Majestad, la Reina cruel.

― ¿La golpearon de nuevo? ―preguntó el chico, ella estaba ligeramente inclinada hacia un lado, así que él no había podido ver el otro lado de su rostro. Así que dio media vuelta, revelando las marcas― Esta vez se le ha pasado la mano a su Majestad ―reconoció.

Ella no dijo mucho con respecto a eso, tan solo volvió a tomar la posición en la que se hallaba antes de que él llamara a la puerta, volviéndose al espejo.

― ¿Me ayudarías con el cabello? No quiero ensuciarlo de medicamento, por favor ―pidió.

Ellos parecían consternados cada vez que ella les pedía “Por favor”, esa vez no fue la excepción. Él asintió, y fue hasta ella, dudó en tocarla; pero finalmente lo hizo, tocar a alguien de la realeza era en ocasiones una probabilidad de que algo fatal sucedería.

―Con el cabello tan largo debe ser complicado atenderlo usted sola ―reconoció el chicho, tomándolo entre sus dedos con mucho cuidado, intentando darle forma. No era fácil, el cabello de la chica era, aparte de un color escandalosamente rojo, ondulado, él jamás había visto un cabello como ese entre todas las cosas extrañas que podría haber vislumbrado alguna vez, y era largo, muy, muy largo. Así que, con aquellas ondulaciones encogiendo el cabello, no podía calcular cuán largo podría llegar a ser.

―Dos metros ―dijo ella, respondiendo a sus pensamientos, el chico sonrió, satisfecho de terminar con su duda.

―Perdone mi atrevimiento, Duquesa. ¿Cómo es que usted llegó hasta acá?

―Esa es una larga historia, querido Julián ―suspiró ella, tan larga como su cabello.

―Podría tener el placer de escucharla ―indicó él―. Si usted me lo permite y así lo quisiera.

Ella sonrió, mirándolo en el reflejo del espejo, decidió que si lo quería.

―Ven, siéntate, parece que será una larga noche ―anunció ella, tomando un taburete de debajo de su tocador, indicándole que la acompañara.

―Listo, la escucho.

―Todo empezó hace unos cuantos meses atrás…

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