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La sumisión la llevan en la sangre

Benjamín esbozó una sonrisa, prolongando la pausa como saboreando el momento. Luego dio un sorbo y se lamió los labios, como si probara algo especialmente sabroso.

— Seguro que Gatita estará feliz de complacerte tantas veces como necesites. Tiene un don, ¿sabes? — se inclinó hacia él. — El placer es su elemento.

— Entonces, ¿quién es ella? ¿De dónde proviene?

— Artem — observó Benjamín, meneando la cabeza. — Tantas preguntas…

— Solo tengo curiosidad.

— ¿Y eso importa? ¿De verdad?

Artem se quedó pensativo. ¿Qué era eso? ¿Obsesión? ¿Deseo? ¿O algo oscuro que despertaba dentro de él?

— No lo sé — exhaló por fin.

— La verdad, probablemente, ninguna — Benjamín se echó hacia atrás. — Tomemos otra copa.

Pidieron bebida. El camarero colocó ante ellos dos vasos nuevos; el hielo tintineó suavemente al romperse bajo el peso del alcohol.

— ¿Cómo lo logras, Benjamín? — preguntó Artem, haciendo girar el vaso entre los dedos.

— No lo entiendo.

— Sabes a lo que me refiero.

— ¿Cómo un viejo de sesenta años ha conseguido una amante tan joven que podría llamarme abuelo? — bufó, entrecerrando los ojos como si examinara algo especialmente curioso bajo un microscopio.

Artem miraba a Benjamín con admiración, pero de otra manera. Antes lo veía solo como un profesor — un hombre con conferencias, artículos científicos, humor seco. — Ahora delante de él estaba alguien diferente. Un hombre al que no le importan las convenciones, que sabe lo que quiere y, al parecer, siempre lo consigue. En su voz no había dudas, y en sus movimientos ni una pizca de prisa. Era incluso… fascinante.

El bar olía a cigarrillos rancias y a alcohol derramado. El aire era denso, viciado, como en una taberna llena de humo que había visto demasiadas personas que se habían perdido a sí mismas. El crujido de las tablas y las voces apagadas se entretejían en el trasfondo, creando la sensación de que aquel lugar llevaba su propia vida secreta. En algún rincón parpadeaba un televisor mostrando una vieja película en blanco y negro, pero nadie le prestaba atención.

Todo ello creaba una atmósfera de irrealidad en la vida de Artem. Y esas tertulias con Benjamín… Parecía que Artem había entrado en otra realidad.

Miraba a su profesor y no comprendía en qué momento habían llegado a acercarse tanto y convertirse en amigos. ¿En el momento en que compartieron la boca de esa gatita?

— Cuando yo tenía la misma edad que tú, venían a mí por sí mismas, y cuando tenía veinte… — se frotó el mentón con desgana, recordando. —

— No siempre fui un viejales. Pero ¿sabes qué es raro? Que fueron aumentando en cuanto empecé a enseñar. Como si en mí hubiera aparecido una marca, invisible pero palpable. ¿Qué ven en mí? ¿Quizá la figura paterna que les faltaba? ¿O, al contrario, la fuerza que las derrite? ¿O simplemente al hombre que sabe hablar de tal forma que las deja sin aliento?

Se inclinó un poco, la media sonrisa apenas rozó sus labios.

— No creas que leen mis libros y luego, embelesadas, deciden compartir mi lecho. Sería divertido, ¿verdad?

Artem se encogió de hombros, pero algo se removió en su interior, como un nudo frío de serpiente. No sabía qué era lo que le inquietaba: si las palabras de Benjamín o la facilidad con que encajaban en aquella noche, en ese bar ahumado, en esa atmósfera pegajosa de lo no dicho.

— Gatita no es un simple accidente — murmuró, inclinándose para que nadie más escuchara. — Es un fenómeno. Hay pocas, pero existen. No buscan amor, no buscan romance. Necesitan otra cosa. Anhelan límites, control, una disolución total. Quieren que les digan qué hacer, quién ser, cómo sentir. Y si se lo das, se vuelven… — se detuvo, captando por un segundo la palabra exacta. — sumisas. En la forma más perversa y profunda.

— ¿Quieres decir que son esclavas?

— No — Artem esbozó una leve sonrisa, negando con la cabeza. — Simplemente son como son. La sumisión la llevan en la sangre. Ellas mismas encuentran a quien les diga cómo vivir.

— ¿Y tú eres uno de los que les dice? ¿Eres su dueño?

— Supongo que uno de ellos — dijo. — Pero estoy seguro de que ella tiene otros. Siempre es así. ¿Por qué no? Es hermosa, inteligente. Vive como quiere. Y yo… — hizo una pausa, recorriendo con la mirada a Benjamín, sus ojos, su sonrisa. — Yo solo soy una de sus opciones. A decir verdad, ni siquiera la he follado. Aún.

— ¿En serio?

— Absolutamente.

— ¡No puede ser!

— Te lo juro.

— Entonces, ¿qué significa todo esto? — Artem hablaba despacio, como si tuviera que extraer cada palabra. — ¿Ella simplemente viene y… lo hace? ¿Te alivia?

Benjamín se echó hacia atrás, sonrió maliciosamente y pasó el dedo por el borde del vaso. En sus ojos brillaba algo oscuro, depredador.

— Exacto — respondió. — Y te aseguro que, si quieres, ella vendrá a tu despacho y hará lo mismo para ti.

Artem pasó los dos días siguientes en un estado extraño y viscoso. Los pensamientos vagaban, se atascaban como terrones de barro en el calzado. Intentaba concentrarse en el trabajo, pero las palabras de Benjamín resonaban en su cabeza, una y otra vez, con cada repetición adquiriendo un matiz cada vez más ambiguo. “Si tú lo desearas…”

Observaba los rostros de las muchachas a su alrededor — estudiantes, transeúntes, camareras en la cafetería. — En sus movimientos ahora veía algo nuevo, inaprensible, como si la mirada de Benjamín se hubiera convertido en la suya. Él no quería eso, pero ahora estaba dentro de él.

Y entonces ella apareció.

Como una sombra que se desliza en el campo de visión. Aun antes de verla, lo sintió. Algo en el aire cambió, se volvió más denso, como antes de la tormenta. La puerta se entreabrió y su silueta se dibujó en el umbral, como parte de un sueño en el que él estaba atrapado.

— ¿Está usted esperando a algún estudiante?— su voz era suave, envolvente, con ese curioso deje perezoso de un gato jugando con su presa.

— No — respondió Artem, tragando saliva.

Ella se apoyó en el marco de la puerta, jugueteando con la correa de la mochila, como si fuera un gesto despreocupado, pero él sabía que no había nada de descuidado en aquello. Unos vaqueros rasgados que dejaban al descubierto la piel tersa y ligeramente brumosa. Una camiseta roja ceñida al cuerpo que acentuaba sus curvas. Al parecer no llevaba sujetador. Por eso se marcaban sus pezones, y en la entrepierna de Artem ocurría algo increíble.

El pelo, hoy de un púrpura oscuro, caía sobre sus hombros, ligeramente húmedo, como tras la ducha.

La había buscado por toda la universidad, fijándose en todas las chicas medianamente atractivas y frunciendo el ceño por ese dolor dulce y pegajoso que le subía desde más abajo de la cintura.

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