Capítulo 2.1
— ¿No le gusta la lluvia? —preguntó con ironía, guardando el teléfono en el bolsillo.
Y sonríe, el muy canalla, como si hubiera encargado él mismo este aguacero. Me obligué a ponerme en orden. Si el ánimo está por los suelos, no significa que tenga que descargarlo en la primera persona que se cruce. Ni siquiera en mis pensamientos. Además, a Lebedev le da absolutamente igual si llueve o sale el sol. Él, desde luego, no vino caminando.
— Me gusta —respondí, para mi propia sorpresa, con la verdad—. Pero no ahora.
Lebedev se sonrió apenas con un lado de la boca.
— ¿Vive muy lejos?
Corto, pero al grano.
¿Y para qué quiere saber? Aunque esto lo entiende hasta un burro. El hombre no carece ni de empatía ni de simple educación.
— En Proletarka —dije, reprimiendo el deseo de contestar «bueno… no tan lejos».
Lejos, sí. En casa «no tan lejos» podía significar algo real, pero aquí el concepto se estira hasta el infinito.
— Tiene suerte —informó Lebedev con total naturalidad—. Me queda de camino, puedo llevarla.
Dicho como un hecho. No tanto una oferta como una posibilidad muy concreta.
El trueno que estalló tras el velo de nubes solo aceleró mi decisión:
— Tiene suerte quien le llevan. Le estaré muy agradecida, Gleb Aleksándrovich.
Y otra vez esa mirada fugaz, que me cortó la respiración por un instante.
— Vamos.
Lebedev se dirigió hacia un Lexus blanco aparcado a un par de coches de distancia.
Claro. Somos directores generales, no aceptamos menos. Y encima blanco. Más lujoso, imposible. Un coche que le hacía justicia al apellido. Pero precioso, maldita sea. Y lo entendía perfectamente. Yo misma mimaría y cuidaría semejante bestia. Se le podría comprar un garaje más caro que mi propio piso.
Lebedev se volvió, como si fuera a decir algo. Pero al ver mi expresión, sus labios perfectamente perfilados se curvaron en una sonrisa satisfecha.
— Sí, sí, a mí también me gusta —comentó, como de pasada, y sentí que una ola de calor me recorría de pies a cabeza, como si hubiera mirado dentro de mis pensamientos más secretos—. Suba, o se mojará.
No me mojé. Lebedev resultó ser un conductor magnífico. Conducía suave y preciso, y además —dato importante— rápido. Y tuvimos la suerte divina de que el tráfico estuviera en orden: ni un solo atasco.
Envidia. Pero también respeto. Sin mala intención.
De eso me acordaba ya en casa, con las manos detrás de la cabeza, mirando al techo. No podía dormir, a pesar del cansancio. Y eso irritaba y daba un poco de miedo. En algún rincón de mi mente asomaba el fantasma de la angustia: esa sensación de que vas a perder, pero aun así intentas evitarlo.
Cerré los ojos. No lo permitiré. Quizá así por fin lo valoren.
El dramatismo del pensamiento lo estropeaba la mascarilla de manzanilla. Tenía la piel tan tirante que casi podía sentir cómo rejuvenecía por minutos.
Ay, lástima que Zagorulin puede todo. Todo lo malo. Si dice “gracias”, ya será un milagro. Y tampoco se me iba de la cabeza Lebedev. Casi podía sentir en la piel su mirada pensativa cuando ya nos habíamos despedido y me escabullí hacia el patio interior para acortar camino a casa.
El director general de “Fémida” tramaba algo. Qué, exactamente, era un misterio. Es su asunto, claro, pero eso no hacía que la sensación fuera menos inquietante. Y eso era lo preocupante. Ya no recordaba la última vez que reaccioné así a un cliente. ¿Por qué?
Suspiré y me giré de lado. Al diablo todo. Mañana será otro día, necesito dormir. Solo me faltaba arrastrarme hasta el baño. Que si mañana voy por ahí como una rana somnolienta, no tendré cabeza ni para miradas sospechosas ni para clientes demasiado seguros de sí mismos. Pero si soy una rana somnolienta con cara de momia, eso será ya épico.
Así que tocaba lavarse.
El sueño cayó sobre mí espeso y pegajoso, como melaza. Un poco sofocante y dulzón, como los cerezos en flor en la calle. Ese estado al borde entre el sueño y la vigilia, cuando sabes que lo que te rodea no es real, pero no puedes despertar.
Junto a la ventana, en la oscuridad de la habitación, alguien estaba de pie. Miraba sin apartar los ojos: atento, escrutador y… hambriento.
Dentro de mí se abrió una flor gris de miedo. Con un borde carmesí: anticipación. Parecía que en la habitación hacía tal silencio, que podía oírse la respiración de quien estaba junto a la ventana. Y quería moverme, pero no podía. Como si algo me sujetara, dejándome indefensa y vulnerable.
Luego una tela de seda, lisa y fría, cayó sobre mis ojos, sumiéndome en una oscuridad absoluta. Un jadeo desesperado, el intento de controlar la temblorosa oleada que me invadía. Solo un sueño, solo un sueño. Tengo que despertar. O…
Pasos. Más cerca, cada vez más. El roce de unos dedos duros sobre la vena que latía frenética en mi cuello. Un aliento en la mejilla, ardiente, arrasador.
Y no hacía falta mirar para entenderlo: esos dedos y esas manos eran un fetiche por sí solos. Querías rozarlos con los labios, seguir sus líneas con la lengua, sentir el sabor áspero y salado de la piel.
La yema del pulgar recorrió mi pómulo de arriba abajo, descendió hasta la comisura de mis labios. Me estremecí sin querer, mordiendo ligeramente el inferior. El deseo se elevaba, extendiéndose por todo el cuerpo; hormigueaba con el presentimiento del peligro y de lo desconocido.
— Qué buena niña… —susurraron al oído con una risa baja, y algo en mi interior se contrajo.
Conocía esa voz. Grave, un poco ronca, con un timbre que era casi el gruñido de un depredador satisfecho. Desesperadamente hambriento, pero capaz de contenerse ante la presa. El olor a piel y perfume me mareó.
