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PROLOGO

PROLOGO

Estaba nerviosa.

Regresar a esa ciudad donde había tenido tantas palabras que ahora se daba cuenta que solo eran lanzadas al viento dicho sin sentido sin sentirlas

Ahora un año después se daba cuenta que todo había sido una mentira.

Única que se había enamorado había sido ella.

Se dio cuenta muy tarde de qué la diferencia de edad no era un jodido mito.

La diferencia de edad podría destruir una pareja que se creía enamorada.

Y Antonella comenzó a entender después de unos meses qué la culpa había sido de ella desde el primer momento.

Su hermana mayor se lo dijo una y mil veces:

—Es un buen partido pero estás destruyendo tu vida para armar la de otra persona.

Y joder, cuánta razón tuvo.

—Estimados pasajeros, bienvenidos a Nápoles, por favor, mantengan colocado su cinturón de seguridad hasta que aterricemos por completo.

Antonella se quedó leyendo su revista de variedad concentrada como si fuese una orden de vida o muerte. No quería mirar por la ventanilla, se lo había estado repitiendo desde que salieron de España esta tarde. No quería mirar porque temía ver la ciudad en la que había compartido tantos recuerdos bonitos, donde se había sentido amada.

Más amada que nunca.

Llevaba todo un año intentando olvidar, iniciar una vida donde ella fuera la dueña de sus acciones.

Que tonta.

No era dueña de nada.

De lo único que era dueña era de su propio cuerpo y ahora eso lo ponía en duda considerando que aún, pasado tantos meses, seguía sin poder olvidar a Vicenzo.

—Niña bonita, ¿Está usted bien? – la mujer en el asiento de al lado le tomó la mano y la apretó ligeramente. Debía tener unos setenta, talvez menos. — Parece que le tienes miedo a los aviones. ¿O será que algo te acongoja?

— ¿Qué? ¿Miedo a...? – repitió Antonella, mientras miraba a la mujer, extrañada por la pregunta. —No le tengo miedo a volar. Creo que he viajado más en aviones que en coches. — soltó. — Estoy bien. No se preocupe por mí.

—Es que tengo todo el viaje viéndote en la misma página. Pasas una y vuelves otra vez. ¿Nunca ha venido a Italia? Habla muy bien el italiano.

—Oh no, sí. Soy Italiana...— no conocía a esa señora de nada, y su madre y hermana siempre le había dicho que aun las caras más bonitas e inocentes, podían ser víboras de cascabel. – soy Italiana. — ella era muy inocente, su mayor pecado y debilidad, y sus seres queridos siempre se lo recordaban.

Sin embargo, por más que le advirtieron hace un año y algunos meses sobre su relación con Vicenzo, ella no les escuchó.

Cambió todo su pensar por el amor que le tenía.

— ¡Oh! No lo pareces querida. —La mujer se sorprendió por saber que ella en realidad era de allí y que no era una extraña llegando a un país desconocido.

Tenía los ojos color Azul cielo como el agua del mar en calma, herencia de sus abuelos maternos, y su cabello rubio cenizo, que muchos pensaban que era pintado en peluquería, pero en realidad, había heredado eso de su madre.

Su madre.

¡Ella sí que la extrañaba!

Estaba casi segura de que ella le habría sostenido el eso del dolor de ese año.

Su madre, aunque le habría aconsejado seguir adelante, Antonella estaba segura de que sabría comprenderla.

Seguro que ella le habría dicho qué hacer ante situaciones como aquellas.

Miró la mujer con abrigo de bisonte, un color que a diez metros se notaba a leguas. Si alguien fuera a matar a esa señora, ella se lo pondría fácil para ubicarla.

—Si, mi madre decía que tengo una belleza peculiar —No podía responder otra cosa. La señora la miró con los ojos cafés fijos en ella.

— ¿Alguien te espera en el aeropuerto? ¿Necesitas compañía?

—No... Yo...— no iba a decirle que nadie la esperaba.

¿Tan pérdida se veía que una desconocida le preguntaba si necesitaba a alguien que le acompañase?

No.

Definitivamente lo peor sería confesar el motivo de su visita.

Sin entender a qué venía, su cerebro quiso confesar a la extraña pasajera, a que había regresado a esa ciudad. Sus ojos Azules no podían ocultar la tristeza. Eso le decía su hermana.

—Bueno, ya estamos aquí. Creo que, aunque no tengas miedo a volar, algo te preocupa. Mis hijos y nietos dicen que soy buena escuchando. – Ella le sonrió y le señaló la ventanilla. —mira que hermoso está el día. Nuestro cielo es uno de los más bellos.

—Gracias. Así es, cada vez que estoy lejos, pienso en mi pequeño pueblo y me tranquilizo un poco, aunque la nostalgia siempre está.

— ¿De qué parte eres? – preguntó la señora mientras se quitaba el cinturón, puesto que ya cabina había notificado haber aterrizado sin problemas.

— Soy de Di Tenno.

—Vaya, un poco alejado de Napoles, ¿no? —La curiosidad podía con la señora y Antonella se alegró de poder distraerse y no pensar en la verdadera razón por la que había ido a la ciudad que solo le daba migraña y ansiedad, por no pensar en el dolor y la decepción.

Un matrimonio fallido, eso había tenido. Un matrimonio que aún estaba vigente y real.

Vicenzo Luigi no había querido darle el divorcio. Aun pasado un año de su boda y de ella haberse largado.

Un año de pura amargura.

Los últimos meses si, debía reconocer, que no habían sido completamente malos.

Scott Belén entró a su vida. Un español de cabello oscuro y mentón pronunciado.

Su hermana se lo había presentado en un antro meses atrás.

Thalía no era para anda como ella.

A su hermana le encantaba el peligro, el desafío y vivir la vida al máximo.

—Si. Pero hay momentos donde es bueno afrontar las situaciones para salir adelante —al menos eso le había dicho Thalía.

Divorciarse de Vicenzo no le había parecido tan difícil meses atrás, pero ahora que una oportunidad se presentaba, debía tomarla sí o sí.

Scott cada día iba más en serio con ella.

Thalía, bajo confianza y discreción fraternal, le informó que Scott le había pedido acompañarla a comprar un anillo de pedida de mano.

Antonella casi se muere.

Sin embargo, ese mismo día, un cartero llegó a la muerta de su departamento y entregó una postal.

La misma postal que llegaba mes tras mes.

"Sigues siendo mia, Jane. Nadie va a cambiar eso. Ni siquiera él."

Vicenzo.

Enzo no la dejaba en paz.

Podía moverse de ciudad, de casa, de país.

Él siempre sabía cómo ubicarla.

Se retiró el cinturón y sacó su pequeña maleta de mano de la parte de arriba, donde se guardaban los equipajes.

—Que tenga un lindo fin de semana. – le dijo a la señora parlanchina.

—Tú también, pequeña.

Antonella se dirigió a la salida, quería bajar ya del avión. Mientras más rápido hablara con Vicenzo mejor sería su vida. Tendría un mejor futuro, uno sin incertidumbre, uno sin pensar en él.

Aunque estaba segura que eso iba a ser imposible, era el primer hombre que había amado, deseado.

Era una farsa, una farsa andante y viviente.

Ella se había entregado por completo a él.

Pero Enzo no le pertenecería jamás a nadie.

Él era solo de él.

Enzo no amaba a nadie más, Jamás lo haría. No era capaz.

El dinero siempre sería lo más importante para él.

Por eso estaba decidida a casarse con Scott.

Ella iba a aceptar ser su esposa.

Antonella de Belén.

No se escuchaba tan mal.

Talvez un poco.

Pero me una forma u otra debía pasar página. Olvidarse de la vida que una vez imaginó junto a Enzo.

A su corazón al parecer no le importaba que él solo la hubiera utilizado para lograr cobrar su herencia.

Maldito acuerdo.

Ella fue tan boba se caer en una trampa tan antigua.

Casarse para que su padre le permitiera sacar el dinero.

Su padre muerto.

Enzo no necesitaba esa herencia. Pero por temas familiares no quiso dejársela a su madre y hermana arrogante y clasista.

—No me amaste jamás. — recordó como le enfrentó aquella noche luego de que encontrara el documento sobre el escritorio.

Ella aún llevaba al rededor de su cuerpo la sábana con la cual se había envuelto al bajar de la cama.

Luego de haber hecho el amor en su noche de bodas.

Luego de haberse entregado en cuerpo y alma a su esposo.

Le dio su virginidad. Su tesoro más preciado.

Ella tenía veinticinco años y jamás se había acostado con nadie.

Solo él.

Solo Enzo.

Y él solo había sido una mentira.

—No sabes lo que dices. — fue lo único que el dijo con voz grave aún desnudo acabando de salir de la ducha solo con una toalla atada a su cintura.

—¡Me utilizaste para cobrar una jodida herencia!— estalló y tiró los papeles sobre él. — ¡Soy tu jodido jueguete, Enzo!

—Nella...

—¡Jugaste conmigo! ¿Qué fue folllarme? ¿Un plus luego de conseguir la herencia? ¿Acostarte conmigo fue la cherry en el helado? ¡Vete al diablo Enzo.

La discusión se repetía una y otra vez.

Así había sido a lo largo de los meses.

Se reproducía como si la vida intentara decirle algo.

Un viento fresco hizo que se atara la bufanda al cuello y pasara las manos por sus brazos.

Ella era delgada y la temperatura de Nápoles no ayudaba.

Sin embargo, había algo más.

—Hola, Jane.

Vicenzo.

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