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Capítulo 1

El reloj marcaba las 10:50 p.m., había trabajado todo el día, por más de doce horas, desde que el restaurante abría sus puertas al público. Sin embargo, ahí permanecía, tras horas después de que cerraba. Aún faltaba recoger los manteles y enviarlos a la lavandería del hotel.

Suspiró, tomó su cabello y lo enrolló en un moño, sujetándolo con una liga.

Se sentía ahogada... ¿Por qué?

Necesitaba gritar sin parar... ¿Qué era lo que sucedía?

Miró al espejo y tomó aquel dije que colgaba de su cuello. Apretándolo en un puño. Giró su cabeza mirando el calendario detrás de la puerta.

¿Ya había pasado un año más? ¿Era posible? El tiempo volaba, no lo había visto venir.

Daniel, se cumplían dos años de su muerte. Dos años desde que regresó de Alemania, dos años de la última vez que lo vio.

― ¡Bella! ¿Sigues ahí? ―alguien golpeó la puerta del baño haciéndola saltar, sacándola bruscamente de sus pensamientos, de su sentimiento de luto.

Limpió sus lágrimas y respiró profundo. Abrió la puerta encontrándose con la figura de su mejor amigo, aquel rubio pelirrojo de ojos verdes, él la miró al rostro, la conocía como la palma de su mano, había estado llorando.

― ¿Qué? ―preguntó ella ante su insistente mirada.

― ¿Por qué tardaste tanto? ¿Estabas llorando? ―preguntó sin rodeos y cruzó sus brazos mirándola con una ceja en alto.

―Solo lavaba mi rostro ―dijo intentando evadirlo, intentó seguir caminando hacia el centro del restaurante, pero él se lo impidió, tomándola del brazo.

― ¿Segura que estás bien? ―preguntó él estando seguro de que algo sucedía con ella.

―Completamente ―respondió ella dibujando una falsa sonrisa en su rostro, la reconocía, sabía que estaba fingiendo; igualmente, se resignó, ella no se lo diría.

―Sabes que puedes contarme lo que sea, soy tu mejor amigo ―ella asintió aun así guardando su secreto―. Recojamos rápido, tengo hambre, quiero comer sobras antes de que las echen al basurero.

― ¡Manos a la obra! ―dijo ella sacudiendo sus manos.

Bella tomó una bandeja, recogería los saleros y pimenteros de las mesas para que André, su mejor amigo, recogiera los manteles y los echara en la canasta de la lavandería.

Ella cantaba mientras recogía su parte, la canción que entonaban sus labios hizo que su mejor amigo se diera cuenta de lo que le sucedía en aquella noche. “Ese día, nunca viene. Ese día nunca llegará”, “Todo el mundo dice que el tiempo cura el dolor, pero he esperado por siempre y ese día nunca llegó”.

Enseguida lo entendió, conocía esa letra, sabía quién la cantaba. La miró fijamente y ella se detuvo en seco al darse cuenta.

― ¿Por qué me vez así? ―preguntó ella mientras caminaba a uno de los mostradores para dejar los saleros.

―Estás pensando en él, ¿verdad? ―preguntó André tomando los manteles, lanzándolos a la canasta conforme los recogía.

―No se dé que me hablas ―negó ella sacudiendo una de las mesas.

―Si lo sabes, no me lo puedes ocultar, estás pensando en cierto chico de cierta banda―la miró fijamente y ella bajó su cabeza, mirando sus pies―. Pasaron dos años... ¿Cierto?

―Si ―se limitó a decir ella en tono de confesión.

―No puedo creer que aún lo esperes, él ya se debe de haber olvidado de ti...

― ¡No lo sabes! ―reclamó Bella negándose a creerlo.

―Tu tampoco. ¿Sabes cuantas oportunidades te has perdido por esperarlo? Bien ya estuvieras casada; no con cualquier hombre, un famoso o millonario.

―No exageres ―expresó ella minimizándolo.

― ¿Exagero? ―caminó hasta ella y la tomó de la muñeca, halándola fuera del restaurante hasta uno de los pasillos del hotel, específicamente, la pared de famosos que se habían hospedado en el hotel― ¿Ves la pared?

―Obvio que la veo ―dijo con sarcasmo.

André le dio una palmada por el brazo, estaban hablando seriamente, no aceptaría poca seriedad de su parte.

― ¿Cuántos de ellos no te han invitado a salir? ―preguntó él.

―Esos ―dijo, señalándolos en la pared.

― ¿Por qué razón?

―Están casados.

― ¿Qué me dices de los otros cuarenta solteros en la pared? ―señalándolos.

―No lo sé ―dijo cerrando los ojos, sabía exactamente a lo que su amigo se refería, pero no quería admitirlo.

― ¡Por favor! ―bufó― Todos y cada uno de ellos te invitaron a salir. El príncipe Enrique, los hermanos Jonas... ¡los tres!

―Nick es un niño ―dijo como una excusa un tanto patética.

― ¿No se te ocurrió algo mejor? ―esta vez, siendo él el que usaba el sarcasmo.

― ¡Está bien! Tú ganas ―dijo con resignación.

―André, Bella. Vengan por su cena ―gritó el chef desde uno de los ventanales del restaurante.

―Ya vamos papá ―respondió Bella tomando a André del brazo para halarlo de vuelta al restaurante.

Si, hacía mucho tiempo que habían dejado de llamarla Jesse, sinceramente, su nombre nunca le fue de su agrado; cuando conoció a André su nombre pasó automáticamente a ser Bella.

Ambos llegaron hasta la cocina y se sentaron en unos bancos al pie de una de las mesas de preparación. André molestaba a Bella con un tallo de apio mientras esperaban, eran como hermanos, dedicados a fastidiarse, pero se amaban como si hubieran salido del mismo vientre.

Stefano les sirvió un plato de crema de verduras a los dos, él sabía cuáles eran los días tristes de Bella, ella continuaba siendo vegetariana y amaba su caldo de verduras, sabía que eso la animaría al menos un poco. Se había convertido en un padre para Bella desde que había dejado la casa de sus padres y viajado hasta esa Isla, él siempre estaba al tanto de todo lo que ella necesitara, tanto como si fuera su propia hija.

André frunció el ceño, odiaba esa sopa, era de ese tipo de chicos que si no había carne en su plato podía morir. Comía mucha proteína para mantener su musculatura, y vaya que tenía músculos. Sin embargo, siempre la comía, decía que era una forma de demostrarle a Bella cuanto la amaba.

Ellos habían congeniado desde el primer instante en que cruzaron sus caminos, Bella se sintió atraída a él por su forma de ser, en muchas ocasiones, muy similar a la que tenía Danny para con ella, se parecían mucho, a excepción de su apariencia, físicamente eran total y completamente distintos.

―Bella, hija, cuando termines tu cena, lleva por favor la última orden de habitación ―dijo Stefano con aquellas típicas trabas de su acento italiano.

― ¿Tan tarde? ―preguntó extrañada, iban a dar las once y media de la noche.

―La pidieron antes de cerrar, ya está hecha, la comida no se pierde ―dijo tocando la nariz de Bella.

―Aún falta que hacer en el restáurate... ¿Quién me ayudará? ―dijo André a manera de reclamo.

―Come y calla, Andini ―le ordenó Stefano metiéndole la cuchara en la boca, André puso sus ojos en blanco y tragó grueso, comiendo la sopa.

―Andini, Andini ―repitió Bella burlándose de él, sabía que detestaba que lo llamaran de aquella forma.

―Sigue burlándote de mí y te dejaré durmiendo afuera ―amenazó él.

― ¡Ya me callo! ―dijo simulando cerrar su boca con un zipper.

Terminó la sopa en silencio y luego dejó su silla para tomar la bandeja con la última cena que se entregaría en aquella noche.

―Cuida que no te metan a una habitación ―le advirtió Stefano antes que ella saliera, sabía lo que aquella simple chica provocaba entre los huéspedes masculinos del hotel.

―No pasará ―gritó ella mientras salía del restaurante.

Tomó la tarjeta de indicación de la habitación, por el numero supo que era una alcoba presidencial, debía de ser alguien importante.

Mientras caminaba a su destino, se encontraba con algunos empleados del hotel, los chicos la saludaban amablemente, las chicas, ellas la detestaban. Una de las mayores razones de ello era a que la mayoría quería una cita con André, pero él las rechazaba con excusa de que era su novio. No lo eran, pero para el mundo que los rodeaba era así. Solo se permitía que dos empleados de diferente sexo vivieran en una misma habitación si eran pareja.

Ella no quería vivir sola y André no quería tener un compañero desconocido, así que aceptaron montar aquella pequeña mentira blanca; además, era una gran protección para ella cada vez que un chico intentaba acosarla.

―Servicio a la habitación ―dijo al tocar la puerta.

―Valió la pena aguantar hambre para ver a la más linda de todas las camareras ―dijo él al abrir la puerta y mirarla, ella rió al verlo, ya había intentado llevarla hasta su habitación con invitaciones.

―Vaya señor Taylor, creo que encontró la manera de traerme hasta su suite ―dijo ella al entrar, para luego servir la cena la mesa de su comedor.

― ¿Me acompañas? ―ofreció él con segundas intenciones.

―No creo que al chico con el que vivo le agrade mucho esa idea ―tomando la bandeja y volviendo a la puerta.

― ¿Cuál chico? ―preguntó sin creerlo.

―Uno de los meseros, rubio, alto, ojos verdes, musculoso...

― ¿Vives con él?

―Sí. En este momento me espera para irnos a casa. ¡Que tenga una linda noche! ―saliendo al pasillo.

―Qué suerte tiene de vivir con un bombón como tú ―dijo mirándola alejarse.

Ella negó con su cabeza mientras caminaba y reía con disimulo. Al entrar en el ascensor, se miró en el espejo que cubría una de las paredes.

Había cambiado mucho en dos años, demasiado. Miró su dije y volvió a tomarlo, volteándolo, leyendo la inscripción: “Para mi hermosa princesa, te amaré por siempre, BK”. Estaba convencida de que él no la había olvidado, el ramito de flores de Daykilinda que había traído de Alemania aún vivía.

Confiaba en que Ben todavía estaba buscándola, tarde o temprano la encontraría.

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