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Capítulo 2

—Aquí tiene, señorita —comenta la azafata al entregarme el trago y otro vaso con varios cubitos de hielo.

Le sonríe a Julio.

—Zorra —murmuro a la vez que intento disimularlo con una tos.

La azafata, después de demostrar que tiene todo su potencial en las tetas y no en el cerebro, desiste de coquetear con el hombre a mi derecha y se marcha contoneando las caderas en exceso.

Me dedico a mirar por la ventana para evitar soltar una palabrota y explicarle con cucharita a esa tonta que ese hombre no está en ella. Es una joven hermosa, tal cual buscan las aerolíneas en las azafatas. Rubia con presumibles extensiones de cabello, ojos cafés y boca en forma de corazón. Es atractiva y coqueta. Le debo el voto de apreciación.

De repente, se oye la voz de la azafata detrás del altavoz.

—Buenos días, señoras y señores. En nombre de Quisqueya Airlines, el comandante Josua y toda la tripulación, les damos la bienvenida a bordo de este vuelo con destino a Punta Cana, República Dominicana, cuya duración estimada es de dos horas. Por motivos de seguridad, y para evitar interferencias con los sistemas del avión, los dispositivos electrónicos portátiles no podrán utilizarse durante las fases de despegue y aterrizaje. Los teléfonos móviles deberán permanecer desconectados desde el cierre de puertas hasta su apertura en el aeropuerto de destino. Por favor, comprueben que su mesa está plegada, el respaldo de su asiento totalmente vertical y su cinturón de seguridad abrochado. Les recordamos que no está permitido fumar a bordo.

Agarro mi móvil y lo coloco en modo avión.

Me tomo muy en serio las reglas y los estatutos de vuelos. Para el despegue no se permite el uso de la conexión de la red del móvil. Conecté el Wifi a bordo, un servicio que ofrecen todas las aerolíneas y que permiten seguir conectados a los móviles con las redes sociales y demás. Me coloco los auriculares blancos y los enchufo antes de que comience a sonar la canción del grupo Cultura Profética. Complicidad es una de mis canciones favoritas.

—Casi la muerdes —suelta Julio el Sin apellido.

—¿Cómo dices? —Me quito uno de los auriculares y me giro para mirarlo.

Mi profesión me convirtió en una observadora pertinaz. Cada detalle corporal es una señal de verdad o de mentira, de tristeza o de felicidad. Fingir se me da bien, algo que cultivé con los años, aunque a los otros no les fuera tan fácil fingir conmigo.

Cuando llegué a Queens, no era más que una joven llena de sueños y metas a la que su madre logró sacarle pasaporte y visado. Nacida y criada en República Dominicana, un país donde no hay muchas oportunidades para nadie, no solo para jóvenes y niños. La vida es difícil allá. Prosperar y tener una educación de calidad es prácticamente imposible siendo hija de una madre soltera a quien su novio la embarazó a los 16 años. Mis abuelos fueron un apoyo suficiente como para cuidarme y educarme con los principales valores que hoy utilizo como mantra: “Sé honesta y respetuosa, lo demás lo encontrarás en el camino”. Crecí en un campo de unos ochocientos habitantes, donde todas las familias se conocen y procuran cuidar a sus hijos y a los de los vecinos. No se da la situación de un niño faltando el respeto a un adulto sin que alguno de sus dientes caiga al piso a causa de un buen revés en la cara. Me acostumbré a ser autosuficiente y a tener temor de mis acciones. Mi abuela Ina siempre me decía: “Lo que hagas hoy definirá lo que serás mañana”, así que procuré no tener sexo hasta graduarme del bachillerato, no por falta de ganas o pretendientes, sino por miedo a embarazos no deseados, los cuales abundan como pan caliente. Yo era y sigo siendo la esperanza de mi familia. Tuve mucha presión cuando era adolescente. Me sentía mal. Mis ideales se fortalecieron cuando una de mis compañeras de tercero de secundaria quedó embarazada de un universitario y ella no pudo continuar la escuela. Murió dando a luz a su hijo. Las consecuencias de esto derivaron en que la mayoría de las jóvenes del liceo se sintieran desesperadas y llenas de angustia. Ningún joven estudiante está preparado para la muerte de un compañero de clase, menos cuando este solo tiene dieciséis años como era el caso de Joanna Almanzar. Las opiniones en mi casa sobre la vida sexual fueron sin tabúes ni paños tibios. Supe lo que era un preservativo, menstruación y demás subtemas sobre sexualidad a los nueve años. Quizás el conocimiento de ciertos temas a esa edad no fue adecuado, pero la realidad es que me hicieron precavida y temerosa de mis acciones. Más que nada, me convirtieron en la mujer que soy hoy. Desde que mi abuelo José murió cuando yo tenía diez años, mi madre y mi abuela se enfrascaron en hacerme una mujer fuerte y capaz de salir adelante sin tener que casarme con alguien que me llevase veinte años para progresar en la vida, como era común que sucediese en mi pueblito Jimaní. Con diecinueve años llegué a los Estados Unidos con dos maletas y muchos ideales. He cumplido el 95% de ellos.

—¿Qué tan atrevida eres? —indaga con sus ojos chispeantes. Son de color miel común, pero tienen un atractivo peculiar, a lo mejor su brillo pícaro.

—¿Qué clase de pregunta es esa para una completa desconocida?

—¿Sabes que no se responde una pregunta con otra? ¿O no te lo enseñaron?

—Estás haciendo lo mismo. —Sonrío.

Me regresa la sonrisa. Tiene una mirada cálida.

«Aunque solo sucede cuando sonríe», es lo primero que pienso.

Guardo los auriculares en la cartera, ya que, según lo que veo, no voy a darles uso. Los coloco a un ladito del asiento. Mi cabello corto por el cuello me permite relajarme lo suficiente como para no estar pendiente de si estoy o no peinada.

—¿Y bien?

—No lo he sido últimamente —me sincero.

—Podemos remediarlo.

—¿De dónde eres? Hablas muy bien el español como para ser norteamericano.

A leguas se me nota lo extranjera. De tez ni muy oscura ni muy clara, una mezcla entre el que se gozó a mi madre y el color de ella, blanca como la leche. Salí de un color tostado. Mi cabello, que siempre mantengo corto para ahorrar tiempo en la peluquería, es marrón chocolate gracias a los tintes aplicados cada mes. Mi color natural hace años que no da señales de vida. Cuando era pequeña, parecía una bombilla andante. Mi tez tostada y mi cabello rubio pollito era el causante de lágrimas y tristezas hasta los diez años cuando me di cuenta de que hay cosas peores que tener el cabello claro. Por ejemplo, la muerte de mi única figura paterna, mi abuelo José.

A través de los años en Nuevo York, logré un inglés prácticamente perfecto y claro. La vida en el suelo americano me obligó a aprender, escribir y hablarlo con rapidez. Llegué desde República Dominicana a vivir donde una prima de mi madre llamada Anastasia, nacida el día de San Anastasio. Vengo de una cultura rica en tradiciones y religiosidad. En República Dominicana creemos que nuestra mayor bendición es la fuerte creencia en Dios. Nos hemos librado de huracanes y tempestades que amenazan con destruirnos. Al momento de entrar, se giran y no nos afectan. La prima Anastasia me lo recalcó siempre.

«—No estás en Quisqueya, querida María. Aquí las maldades sí suceden.

Siempre decía lo mismo.

—Sí, tía».

Mi madre me acostumbró a llamar tía y tío a cualquier persona mayor que yo por diez o más años. En el caso de la tía Anastasia, por algunos veintiocho años en aquel entonces.

«Lleva siempre puesto al niño Jesús y nada te pasará».

Nada más llegar al aeropuerto e irme a recoger, me obsequió un colgante en oro con la imagen del Niño Jesús.

Es una señora de cincuenta y cuatro años con dos hijos, ambos varones. Manuel, de veintitrés, y Rodrigo, de veintisiete. Ellos fueron mi segunda familia. Les debo mis primeros años en una tierra desconocida, aunque la vida no les hubiese sonreído a ellos especialmente. No puedo evitar sentirme nostálgica al pensar en Manuel.

—Soy de Santo Domingo. Imagino que también eres de allí por tu acento —contesta Julio.

Le da un trago a un café expreso que la joven acaba de traerle.

Hago lo mismo con mi brandy. El sabor inunda mi boca. Mientras el calor baja por mi garganta, recuerdo que estoy viva. Debo ser agradecida por estarlo.

—No tengo acento. —Destaco lo que a mi entender es obvio.

—Por la falta de uno asumo que eres dominicana. Aunque, según muchos, hablamos diferente, entre nosotros es fácil reconocernos.

Asiento a la vez que le doy otro trago al brandy. Está delicioso. Merendé unas pringles de pizza, pero hace como una vida de eso. Mi estómago no resistirá una segunda ronda de brandy. Siento cómo al llegar al estómago el alcohol reclama todo como suyo. Un ardor me enciende.

—Por tu rostro noto que te gusta el brandy. Deberías tomar más despacio. Al final, lo que sea que te entristece, no merece que te emborraches.

La verdad en sus palabras me molesta.

Es un desconocido.

Ni su apellido sé aún y ya cree conocerme.

—No estoy triste —refuto.

—Y a mí no me fue infiel mi esposa. —Levanta una ceja perfectamente arqueada.

—Puede que tu esposa sí te fuese infiel —coloco mi mano izquierda sobre su hombro—, pero mi verdad es que no estoy triste.

—Tus ojos cuentan una historia distinta, mujer de hielo.

¿Él también me ve fría? ¿Esa es la idea que le proyecto a los demás y que quiero proyectar sobre mí?

Retiro mi mano y la entrelazo con la otra alrededor de la copa.

¿Qué les pasa a las personas intentando conocer a un desconocido a simple vista?

—No estoy triste. En el caso de estarlo, que no digo que sea así, tendría mis razones. —Enarco mis cejas en señal de invitación silenciosa.

—Él no merece tu tristeza —masculla sin mirarme.

Le da el último sorbo al expreso.

—Ahora es un él. —Esbozo una sonrisa y observo mi copa brandy, la cual me pide a gritos que me calme con su néctar. Doy un sorbo; sé que tomo muy rápido.

Mientras el líquido baja de una forma lánguida, siento un ligero adormecimiento en mi cabeza, un simple cosquilleo.

Hace meses que no tomaba más que una copa de vino tinto, un Chianti o un Cabernet. No más de una copa para cerrar negocios o contratos. Lo suficiente para conocer a mis clientes en una cena. Jamás sentí la imperiosa necesidad de olvidarme del mundo y dejarme ir. Siempre estuve pendiente de no actuar mal o precipitado.

—Es obvio que es así. Eres demasiado sensual para ser lesbiana.

Casi me atraganto con mi propia saliva cuando escucho su comentario.

—¿Ahora eres homófobo?

Sé la respuesta, que también es obvia.

—¿Eres lesbiana?

—Podría ser. ¿Te molesta la diversidad sexual? —Me quito el chal rojo vino que tenía puesto.

Según el reloj, faltan menos de treinta minutos de vuelo. Casi en suelo dominicano.

Llevo puesto una blusa de tiros gruesos color beige y unos jeans ajustados grisáceos marca Levi’s. Las sandalias de plataforma de seis pulgadas me hacen ver más alta de lo que en realidad soy y hacen que mis piernas, estando sentada, se suban un tanto más.

Coloco el chal sobre mis piernas y le doy el último trago al brandy.

—No. —Coloca su mano derecho sobre mi muslo izquierdo.

Levanto las cejas al sentirme íntimamente comprometida. El calor de su mano sobre mis jeans traspasa hasta el muslo. Mi piel arde. Por alguna extraña razón, no me molesta que colocase su mano sobre mí.

—¿Le pasa algo a tu reposabrazos? —pregunto cuando agarro su mano y la coloco en su muslo.

Me observa, gracioso. El frío ocupa el espacio donde su mano estuvo. Se divierte con mi reacción.

—¿Qué pensarías si te propusiera pasar una noche conmigo? —interroga con sus ojos fijos en los míos.

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