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Matrimonio por apariencias (1era. Parte)

Unas horas antes de la boda

New York

Kelly

“Amante”. Qué palabra tan malentendida por las almas sensibles y los tontos románticos. Ser amante es como tener el mejor asiento en un espectáculo privado: disfrutas del show, aplaudes cuando quieres y te vas cuando se termina. Nada de backstage, nada de guiones emocionales. Sólo placer. Solo presencia física. Cero compromisos. Y eso es lo que lo hace tan delicioso.

Porque en el momento en que mezclas cariño con sexo, se pudre la magia. Aparecen las preguntas incómodas, las expectativas absurdas, y —peor aún— los reclamos.

Jamás permitas que un hombre confunda el rol. Ni que se atreva a poner sobre la mesa palabras como "nosotros" o "futuro". Eso es un veneno. Empieza con una mirada tierna después del sexo y termina con él queriendo presentarte a su madre. Asco.

Por eso las reglas son claras: nada de mensajes a medianoche, nada de “te extraño”, nada de planear fines de semana. Y por supuesto nada de sentimientos. Recuerda que los sentimientos son una trampa, una droga suave que te hace creer que puedes controlar la dosis, pero cuando te das cuenta, ya estás hundida en una relación inesperada.

Desde el principio puse las reglas con Dick. Era simple: buen sexo, cero romance. Nos entendíamos en la cama, funcionábamos bien, y eso me bastaba. Tenía un cuerpo caliente disponible cada vez que el estrés me apretaba el cuello o cuando necesitaba escupirle a mi padre otra travesura. Él era mi válvula de escape, mi forma de rebelión, mi rato de diversión. Nada más. Nunca hubo un “nosotros”.

Por eso, cuando soltó su propuesta, no supe si besarlo…romperle el corazón o reírme, más bien pensé que había entendido desde el primer gemido que esto no era un cuento de hadas.

No me molestó la propuesta en sí. Lo que me ofendió fue lo que había detrás: ¿Debilidad? ¿Romanticismo? ¿Ambición? ¿O todas juntas en un cóctel patético?

Lo miré. Él esperaba mi respuesta, tan tranquilo, como si yo fuera una de esas mujeres desesperadas que saltan a la primera oportunidad de vestirse de blanco. Así que hablé. Fría. Clara. Como siempre.

—¿Casarnos? —repetí con una ceja arqueada, como si no hubiera entendido bien.

Él asintió, firme, como si no notara el veneno que empezaba a acumularse en mi sonrisa.

—Sí. No sería tan mala idea. Tú podrías… podrías demostrar que has cambiado. Y juntos podríamos enfrentarnos a Robert. Te ayudaría con la empresa.

Me acerqué despacio, con pasos calculados, como una gata que ronda su presa.

—Dick, quiero más que fastidiar a mi padre —le dije sin rodeos—. Quiero verlo suplicar. Quiero tenerlo de rodillas… tal vez incluso sentarme en su trono y convertir su empresa en mi juguete personal. Casarme contigo no me acerca a nada de eso.

Él frunció el ceño. Se le tensó la mandíbula.

—Kelly, sé cómo funciona esa empresa. Puedo ayudarte. Puedo anticipar cada paso de Robert…

Solté una risa áspera y le di la espalda, caminando hacia la ventana.

—No lo digas, Dick. No insistas… o voy a empezar a pensar que te acercaste a mí solo por mi dinero —solté, girando apenas la cabeza para ver su reacción.

Sus ojos estaban cargados de orgullo herido.

—¿Me estás diciendo que todo lo nuestro no significó nada?

Me giré por completo. Caminé hacia él. Clavé los ojos en los suyos sin pestañear.

—¡Disculpa…! —espeté con un tono seco, cruel—. Nunca hubo un “nosotros”. Solo hubo lo mío. Lo que me convenía. Tú eras parte del fondo. Un accesorio. Como un bolso caro que me cansé de usar.

Vi cómo se le endurecía el rostro. Pero ya no importaba. No tenía más para ofrecerme. Y yo ya había elegido mi próxima jugada.

Di dos pasos más, acortando la distancia entre nosotros. Me incliné hacia su oído, susurrando con una voz venenosa que podría haberle helado la sangre.

—Tú no tienes un apellido que abre puertas en el Senado. Tú solo puedes fastidiarlo —dije con mi sonrisa más venenosa— pero Matthew puede destruirlo.

Y entonces me di la vuelta y salí de la habitación, dejando atrás a un hombre que creyó que podía cambiar las reglas del juego… olvidando que yo soy quien reparte las cartas.

Debía haber algún virus flotando en el aire. Uno exclusivo, selectivo… Un virus que solo afectaba a los hombres cuando el ego se les inflamaba más que el sentido común, porque yo fui a esa reunión con Matthew esperando una negociación simple: aclarar puntos, ceder en algunas idioteces como "no tener sexo", aceptar otras más razonables para mantener la fachada de la pareja perfecta, y asegurar que llegara al maldito Senado. Eso era todo. Un acuerdo. Frío. Adulto. Con fecha de vencimiento, pero no fue así.

El brillante, calculador, y supuestamente racional Matthew soltó la estupidez más grande que escuché en mi vida: “¿Y si no quiero divorciarme de ti?”

Lo dijo sin inmutarse. Así, con el mismo tono con el que se pide un café amargo en un bar de paso.

Como si no acabara de volcar la mesa de negociaciones con una bomba nuclear. Lo miré, parpadeé dos veces. No podía creerlo. ¿Estaba burlándose de mí? ¿Era parte de su juego de poder? ¿Un deseo escondido por tener algo estable? ¿Una fantasía vintage de "matrimonio para siempre"? ¿O simplemente quería ver mi reacción?

Clavé los ojos en los suyos, buscando en ese dorado impasible algún indicio, una grieta, algo que me dijera si era sarcasmo, delirio o amenaza. Nada, ni una mueca, ni un cambio en su respiración.

Así que solté una carcajada. Una de esas que revientan el silencio como un vaso contra el suelo.

—Me encanta tu sentido del humor —dije, entre dientes, mientras recuperaba la compostura—. Ácido, oscuro y cruel. Te queda mejor que la corbata azul.

Él abrió los ojos como si recién recordara que estaba en mi presencia.

—Claro… solo fue una broma. ¿Acaso creíste que hablaba en serio? —Se irguió con elegancia, esa pose de político al que no se le cae el peinado ni en un terremoto—. Pero ya que hablamos del divorcio, no es tan simple como piensas. No es ganar el puesto y firmar los papeles.

Lo miré en silencio. Ladeé la cabeza como si escuchara llover dentro del salón.

—¿Ah, no? —pregunté, con una ceja levantada—. ¿Y cuál sería el nuevo inconveniente?

Matthew apoyó un codo en la mesa, cruzó las piernas y me observó como si estuviéramos en un consejo de accionistas.

—Kelly… tú quieres la licencia para fabricar ese prototipo comercial, ¿correcto?

Asentí, con los labios apretados.

—Bien. Para conseguirla, yo tengo que mover piezas, hacer alianzas, negociar con gente que espera ver a un político modelo, casado, centrado, con valores. Si aparezco divorciado dos semanas después de asumir, se me caen los tratos antes de firmarlos.

—¿De cuánto tiempo estamos hablando? —pregunté, tratando de mantener la voz neutra.

Él respiró hondo. Se frotó la barbilla como si calculase un presupuesto militar.

—Dos meses. Tal vez tres… no lo sé con exactitud. La política es un campo minado. Primero tengo que conocer a mis aliados, saber quiénes valen la pena, dónde puedo apretar sin que revienten.

Me pasé la mano por la frente y solté el aire por la nariz.

—Eso ya lo dejaste claro. Pero no pienso estar atada a un matrimonio por conveniencia por mucho tiempo. No soy un adorno. Ni un trofeo.

Me miró fijamente.

—No le llames así a nuestro matrimonio —dijo, en tono bajo—. Más bien míralo como una inversión. Una que rendirá frutos en unos cuantos meses.

Hizo una pausa. Se quedó mirando la nada, como si calculara riesgos.

—Digamos… seis meses. Como máximo, un año.

Me incliné hacia él, sin apartar la mirada.

—Bien. Un año. A partir del día de la boda. Y luego nos divorciamos.

Extendí la mano con la sonrisa de una mujer que acaba de firmar el contrato más cómodo de su vida. Él dudó un segundo. Luego apretó mi mano y ahí quedó sellado el acuerdo. Una alianza política, una cárcel con fecha de liberación, un matrimonio con reloj de arena y yo no pensaba desperdiciar ni un solo grano.

En resumen, los últimos días han sido una maratón emocional, física… y estética, sumergida en pruebas de vestido, de pastel, de flores, y de paciencia —especialmente de esta última, gracias a Matthew. Fue un desfile interminable de decisiones absurdas y costosas. Tuvimos que elegir desde los malditos anillos hasta la banda que tocaría durante la recepción. Cada detalle debía ser perfecto, elegante, casi intocable. Un evento digno de un Darcy, con protocolo obsesivo, presupuesto sin fondo y ese aire arrogante que solo se consigue cuando se gasta más en velas aromáticas que en programas de ayuda social.

Pasaba sin exagerar pegada al celular. Dormía con él, soñaba con centros de mesa y despertaba con llamadas frenéticas de la organizadora de bodas. Mis dedos ya marcaban números automáticamente, como si tuvieran memoria muscular para el caos. Y sin embargo, todo ese esfuerzo valía la pena. La puesta en escena era perfecta. Un espectáculo meticulosamente calculado para impresionar, distraer y, sobre todo, controlar la narrativa. Solo faltaba el último acto: dar la noticia. Ese sí prometía ser el más divertido.

Por eso organicé esta velada. Una cena en apariencia casual, aunque yo sé que de casual no tiene nada. Quería a todos bajo el mismo techo: papá, mamá, Alan, Bobby… como si fuéramos una familia funcional y feliz, sentados en la sala como si estuviéramos por abrir regalos navideños. Pero esta vez, el regalo soy yo. O, mejor dicho, la bomba que estoy a punto de soltar.

Y lo presiento antes de que alguien diga una palabra. El ambiente está cargado. Espeso. Se respira como si faltara oxígeno. Veo los gestos, los silencios, las miradas lanzadas de reojo como cuchillos mal disimulados. Papá no ha dicho nada, pero su mandíbula está tan tensa que parece que va a romperse. Alan se inclina hacia adelante, como si esperara una orden. Bobby juega con el borde de su vaso, incómodo. Mamá sostiene la copa con una elegancia que sólo usa cuando algo la pone nerviosa.

Sé que en cualquier momento alguno de mis hermanos va a explotar. O peor: papá.

Porque Robert Parker detesta perder el control. Y esto, esta situación sin respuestas ni avisos previos, debe estar carcomiéndolo por dentro.

—Kelly, ¿Vas a decirnos ya qué significa esta reunión, o vas a seguir caminando en círculos como si tuvieras una bomba en la cartera? —su voz retumba como un disparo en la sala. Grave, autoritaria, cargada de veneno. Está hundido en su sillón de cuero, ese trono personal que nadie más se atreve a ocupar. Tiene las cejas fruncidas, la espalda recta y los dedos tamborileando con impaciencia sobre el apoyabrazos.

Yo camino, sí. No puedo evitarlo. Taconeo nerviosa sobre la alfombra persa que tanto ama. Siento su mirada clavada en mis pasos. Y mi sonrisa, esa curva tensa y provocadora, sé que le revuelve el estómago.

—Tranquilo, papá. No es una bomba —respondo sin devolverle la mirada—. Bueno… tal vez un poco. Depende de cuánto sentido del humor te quede.

—No me gustan las sorpresas, Kelly —interviene mi madre desde su trono en el sofá. Su voz es seda afilada. La pierna cruzada, la copa de vino sostenida con dedos impecables. El gesto exacto de una reina herida en su vanidad—. Ya tuviste suficiente atención con tus locuras. ¿De qué se trata esta vez?

Justo en ese momento, como si lo hubiera planeado el destino, suena el timbre.

Todos giran la cabeza. El silencio se vuelve expectante. Me detengo. Sé quién está por entrar. Y entonces sucede: la puerta se abre y la escena se completa.

Matthew entra primero. Impecable. Traje azul oscuro, corbata perfectamente anudada, sonrisa de anuncio de campaña. Tiene ese andar seguro que parece diseñado para conquistar salas. Detrás de él, Walter Darcy, su padre. Alto, rígido, con esa expresión esculpida en granito.

—Buenas noches, familia Parker —saluda Matthew con voz cálida y perfectamente medida—. Gracias por recibirnos con tan poca antelación.

Mi madre se pone de pie de inmediato. Es automático, como si la presencia de Walter la empujara desde dentro. Su sonrisa brilla con falsa naturalidad, tan ensayada que casi escucho el click de una cámara imaginaria.

—Walter, un placer tenerte en casa. Matthew, estás radiante —dice, con un entusiasmo que no le creo ni un segundo.

Matthew camina hacia mí, me rodea la cintura con firmeza, me da un beso leve en la mejilla. Casi una coreografía. Me susurra al oído, con voz baja y sonrisa torcida:

—Kelly, ¿Ya le disté la noticia a tu familia?

Lo miro de reojo. Mi corazón galopa. Pero ya no hay marcha atrás. Doy un paso al frente, al centro de la sala, como si estuviera en un escenario. Las miradas me atraviesan.

—Matthew y yo nos casamos mañana —anuncio, con la voz firme, sin un solo titubeo—. En la mansión de su familia.

—Una ceremonia por todo lo alto, como se merece mi futura esposa —añade él, con esa sonrisa que tanto adora la prensa.

Silencio. Uno espeso. Uno que lo cubre todo. Nadie respira. El aire se vuelve una piedra en el pecho.

Mi padre se queda inmóvil por un segundo. Luego lo veo incorporarse de golpe. Sus ojos están desorbitados, su rostro, pálido primero, luego rojo. Casi no puede articular.

—¿Qué…? —balbucea, y da un paso hacia mí—. Kelly… dime que es una broma de pésimo gusto.

—No lo es —respondo, manteniendo la calma—. A las diez firmamos los papeles. Todo está listo. El vestido está en el coche.

—¡¿Te volviste loca?! —explota. Su voz truena en la sala. La vena de su cuello late con furia, el rostro le arde como si fuera a estallar en llamas—. ¡Esto no es un maldito juego, Kelly! ¡No puedes venir y decir que te casas como si anunciaras que cambiaste el color del auto!

—No está improvisado, Robert —interviene Matthew con su calma glacial, un paso adelante, postura firme—. Lo hemos planeado con discreción para evitar interferencias. Es un compromiso serio entre dos adultos que se aman.

—¿¡Serio!? —ruge papá, girándose con los ojos inyectados en sangre hacia Walter—. ¿Tú sabías esto? ¿Tu hijo se casa con mi hija sin siquiera pedirme permiso?

Walter sonríe. Una línea delgada en los labios. Apenas perceptible. Pero ahí está. Indiferente, seguro, superior.

—Robert… los tiempos han cambiado —dice con esa voz diplomática que suena a sentencia—. Lo importante es que están convencidos y comprometidos con este paso.

—¡No me importa el compromiso! ¡Esto es ridículo! —grita papá, y se lleva las manos a la cabeza, como si buscara deshacer lo que acaba de oír—. ¡Acaba con esta locura ahora mismo, Kelly! ¡Recapacita o te olvidas que eres mi hija! ¿Qué eliges?

Su voz es un látigo. Su amenaza, una prisión. Y ahí estoy, en el centro de la sala, sintiendo que el suelo tiembla bajo mis pies. Las palabras de mi padre flotan como cuchillos, Matthew me observa con miedo en sus ojos y el resto de mi familia solo espera mi respuesta.

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