Capítulo 5. Su voz
Al día siguiente fui a la farmacia. Por primera vez en mucho tiempo, sola. Vlad normalmente se encarga de todo. Dice que no debo salir más de lo necesario. Que no es seguro. Que el mundo se ha vuelto cruel. Que la gente es mala. Que debo tener cuidado.
Pero esta vez, él se olvidó de comprar tiritas. Y yo salí. Casi sin respirar. Como si estuviera escapando.
La mujer de la farmacia tendría unos cuarenta años, con los ojos cansados. Le pregunté por las tiritas, y de pronto me miró de otra forma. Más atenta. — ¿Estás bien? — preguntó, como al pasar, pero en su voz había algo cálido, vivo.
No me lo esperaba. Fue como si me atravesara un rayo. No supe qué decir. Asentí. Demasiado rápido. Sonreí como pude: forzada, educadamente.
— Es que estás muy tensa — dijo. — Cuando trabajaba en el orfanato, los niños miraban así. Como esperando que alguien los golpeara.
Se me cayó la billetera. No fue a propósito. Simplemente mis dedos se volvieron de algodón. Ella la recogió en silencio y me la tendió. Luego añadió, en voz baja: — Conozco esa mirada... — Se inclinó un poco hacia mí, sonriendo con calidez. — Cuando por dentro hay un nudo y la boca parece cosida. Cuando quieres hablar pero no sabes por dónde empezar.
Yo no dije nada. Pero ella siguió: — Si algún día quieres simplemente hablar, ven. Después de las seis estoy sola aquí. Tengo té. Y silencio donde se puede ser una misma. Sé escuchar sin juzgar. Sin dar consejos. Solo estar.
Me miraba como si supiera más de mí que yo misma. Como si supiera todo lo que nunca dije. Y no me presionaba. Solo ofrecía un espacio. Era aterrador... y tranquilizador a la vez.
Me fui sin mirar atrás. Caminaba hacia casa, pero seguía escuchando su voz. Sonaba dentro de mí más fuerte que todas las palabras de Vlad de los últimos meses. Porque no tenía peso. Ni presión. Ni trampas.
Al llegar, Vlad estaba en la cocina. Sonreía. Hablaba de algo. Yo lo miraba... y de pronto comprendí: no huele a libertad. Es como una puerta cerrada. Bonita, barnizada, acogedora. Pero sin picaporte de mi lado.
Y su voz... la de la mujer... era como una ventana abierta. Aunque lloviera del otro lado. En ella había algo familiar. Algo que dolía. Y al mismo tiempo, sanaba.
De repente, sentí un eco cálido dentro de mí. Sus tonos, su ternura, su bondad… me recordaban a mi madre. Esa que me amaba sin condiciones. Con ella todo se detenía. Solo existíamos ella y yo. Sus manos, sus ojos, su voz llena de dolor y amor.
Ella no siempre sabía qué hacer. Pero sentía su dolor filtrarse a través de la distancia. En cada mirada, en cada palabra, incluso en sus silencios cuando llamaba al teléfono fijo. Cada vez, yo escuchaba: "Perdón". Un perdón no por culpa, sino por impotencia.
Mi madre se debatía entre mí y su nueva familia, como un pájaro atrapado en una red. Quería protegerme, abrazarme, llevarme con ella. Pero sabía que no podía. Yo lo sentía. Especialmente cuando callaba.
Ella vivía con culpa. Y eso la devoraba. Su vida parecía un castigo. Yo entendí que era víctima de las circunstancias. Nunca la culpé por tener que elegir. Pero ella no podía perdonarse.
Y eso dolía. Porque no era su culpa. Era yo quien se sentía culpable. Por todo. Por existir. Por hacerla llorar.
La amaba tanto que mi mayor miedo era perderla. Temía que algo le pasara. Y para soportarlo, me hice una promesa: si ella moría, yo también moriría. En ese mismo instante. Porque si ella no estaba, ¿qué sentido tenía vivir?
Y luego… otra memoria me sacudió. Tenía once años. Mi madre sufría mucho sin mí. Lloraba todo el tiempo. Quería que viviera con ellos. Finalmente, mi padre accedió a llevarme de vuelta a la familia. Se mudaron a mi ciudad, a la casa de mi abuelo paterno. Y cruzar esa puerta fue entrar a otro mundo.
Mi abuelo… era la encarnación del mal. No como Kolya, caótico y brutal. No. Él era frío, calculador. No gritaba. Susurraba. Su mirada traspasaba. No golpeaba. Maldijo. Practicaba brujería. Tenía libros de magia negra, rituales, figuras extrañas. Disfrutaba del sufrimiento ajeno. Se alimentaba de él.
Cuando era niña, a veces me dejaban en su casa los fines de semana. Eran los días más oscuros de mi vida. Su casa era sombría, fría. Incluso en verano. Olía a hierbas, polvo y algo... muerto. El aire mismo parecía enfermo.
Y ahora vivíamos allí. Yo, mi madre, mi padre, mi hermano pequeño y ese hombre. Desde el primer día me atacó. Me miraba como a una enemiga. Y dijo: — Hay algo raro en ti. Irradias algo extraño. Oscuro. Arruinas la energía de esta casa. Lo siento en la piel. No es solo energía. Es una amenaza. Tienes que irte. O yo te haré desaparecer. Para siempre.
Sabía que no bromeaba. Lo sentía en mi cuerpo. No dormía. Escuchaba susurros tras la puerta. Lo oía recitar cosas ante velas y figuras oscuras. Sabía que me maldecía.
Pero no me fui. Porque mi madre estaba allí. Y no veía su maldad. Era ciega a él. Yo no podía dejarla. Era frágil, inocente. Sabía que no sobreviviría. Pero yo sí. Yo sabía resistir. Ya había vivido el infierno. Podía soportarlo. Moriría por ella si fuera necesario. Mi vida no valía nada.
Con mi padre no hablábamos. Éramos como extraños. Hasta que ocurrió algo que me rompió de nuevo… Mató a mi perro.
Rém no era solo un perro. Era como un copo de nieve en el infierno. Un cachorrito blanco, nacido en el peor momento, pero que se convirtió en todo para mí.
