4. Una buena bienvenida.
Alaska
Cuando salí del auto, todavía algo mareada por las pastillas que puso Diego en mi té, miré la vivienda que teníamos enfrente. Una casa sencilla de dos pisos, nada extravagante y solo con un ventanal enfrente, de hecho, todas las casas eran iguales, con números diferentes.
Vivienda 77.
— ¿Rentaste esta casa?
— Mamá me dejó comprarla con el presupuesto para la casa de Miami— responde mi hermano bajando las maletas, excepto las suyas.
Cierra el auto y se dirige al frente para comprobar que mamá sigue dormida.
— ¿No bajarás las tuyas?
— No, quiero quedarme con mi amigo Carlos.
— Ah, entonces eso sí es verdad—respondo retándolo y él inmediatamente se da la vuelta enojado con intenciones de aventarse encima de mí.
— No sabes nada, Alaska. Así que cállate.
— ¿O qué? Porque yo sí sé en qué pueblo estamos, a mí mamá la dormiste, pero ella terminará sabiendo que esto no es Cold Bay.
Levanta su mano furioso y cuando creo que la va a estrellar en mi cara, termina golpeando el buzón.
— ¡Hey! Calmados, chicos. ¿Son nuevos? —pregunta un señor de más de 35 años con una barba acercándose por la acera.
— ¿Quién es usted? —pregunto a la defensiva y mira a mi hermano con una sonrisa traviesa.
— Mi nombre es Antony, soy un vecino de esta calle, noté que había mucho ruido y creí que necesitaban ayuda con las maletas—se queda mirando a mi madre que prácticamente se le está saliendo la saliva de la boca.
— Gracias, Antony. ¿Podrías ayudarme con las maletas? Yo llevaré a mi madre—habla mi hermano con una sonrisa enorme viendo a aquel señor extraño.
Abro la puerta insegura y dejo que pase el señor con mis maletas.
— Él no iba a pegarte, ¿verdad?
— No lo sé, recientemente ha estado muy a la defensiva...
— ¿Cuál es tu nombre? —pregunta mirándome a los ojos directamente.
— Alaska.
Entra Diego con mi madre y la lleva al sillón de la entrada, sigue drogada.
— Los dejaré solos para que acomoden cosas, ¿sí?—toma su bufanda y se acerca a la puerta— Los gobernantes vendrán en una media hora, creo.
— ¿Los gobernantes? —pregunto asustada. ¿Qué es esto? ¿un refugio y tenemos que pagar por vivir con ellos?
— Sí, ellos son los dueños prácticamente, vigilan que todo esté bien y no haya lugares inseguros o personas problemáticas. No te preocupes, les encantarás— agrega relamiendo sus labios sonriendo.
Este tipo es jodidamente raro.
— Espero que sí...
— Hasta luego.
El señor se va y yo solo me siento en el sillón cubriendo mis manos frustrada,
¿por qué están haciendo todo esto?
— Oye...—susurra mi hermano por primera vez hablándome bien— te tengo un regalo.
— ¿Más pastillas para dormir? —pregunto con la voz a un punto de quebrarse.
— No, acompáñame.
Me levanto y lo sigo escaleras arriba hasta que nos topamos con una puerta negra y me mira con una sonrisa tímida.
— Es la habitación principal, si mamá está dormida, supongo que no le importará que ocupes esta—abro la puerta y si bien no es grande, entiendo que es la principal porque tiene un ventanal que da al frente de la casa con las demás casas.
— ¿Por qué quisiste esto, Diego?
— Lo irás entendiendo cuando te guste vivir aquí. Además, deberías de agradecerme que te conseguí lugar en la universidad del pueblo. Y para eso todos hacen examen de ingreso. Tú ya fuiste asignada en el área que querías.
— ¿Física?
— Sí—sonrío un poco más contenta, pero de igual forma esto parece extraño.
Tocan nuestra puerta y por el ventanal puedo ver que es un señor junto con una señora muy bien agraciada.
— Deben de ser los gobernantes—respondo incómoda y mi hermano me jala emocionado hasta la puerta.
— Por favor, haz caras tiernas y evita que te odien, Alaska—giro los ojos y asiento con un gruñido.
— ¿Familia Foster Green? —preguntan apenas abrimos.
— Sí—responde mi hermano y cierra un poco la puerta detrás de nosotros—, una disculpa, pero nuestra madre se encuentra dormida por el viaje y no está presentable.
— No hay problema, solo queríamos saber que todo era... normal—responde el señor mirando a mi hermano con una cara seria, casi enojada.
— Yo soy Alissa y él es mi esposo, Oliver Hunter. Somos los gobernantes y encargados de que nada les pase aquí, pueden estar seguros, no hay ningún
extraño en nuestro territorio—la sonrisa de la mujer me convencía, así que hice lo mismo y les agradecí.
— Si llega a haber algún conflicto, establecemos toques de queda en las casas, todas están habilitadas con un foco rojo en las salas, como si fuera una alarma de seguridad. Cierran sus casas y todo sigue normal. Esto es por la seguridad de todos, y nunca son casos graves, así que no se espanten si lo notan— responde su esposo, Oliver mirándome de arriba abajo, esperando encontrar algo, yo solo frunzo mi ceño, ¿qué hay de malo conmigo?
— Gracias por todo, seguiremos acomodando nuestras cosas—ellos se despiden y mi hermano me mete a la casa de nuevo— ¿no te agradan? Se preocupan mucho.
— Supongo que es bueno—me dirijo a las cajas de cocina y abro una para acomodar platos y otras cosas.
— Pues yo iré con mi amigo Carlos, beberemos un poco y me quedaré en su casa. Dile a mamá que estoy a 5 cuadras.
— Espera, no. ¡¿Por qué siempre me encargas darle los recados a mi mamá?!
Pero ya estaba arrancando la camioneta.
Estúpido niño irresponsable.
Suspiré y dejé la caja de la cocina. Que lo arregle él mañana si es que mi mamá no lo regaña entonces. Caminé hasta la sala, pero mi mamá seguía durmiendo profundamente, nada la despertaba.
Tal vez sería más divertido si arreglo las cajas de mi habitación, después de todo, los de la mudanza ya habían puesto mi cama ahí y los muebles, solo era la ropa y otras cosas. Subí más animada y prendí las luces de la casa. Apenas
eran las 7 de la noche y ya estaba oscuro, aquí anochece más temprano que en California.
Puedo decir que me gusta, pero me asusta.
Me acerqué a las cortinas que eran algo transparentes para dejar pasar más luz y vi cómo la gente caminaba tranquila con bolsas de comida hacia sus casas. Podría empezar a gustarme este silencio. Incluso notabas las luces de las otras casas y se notaba que era mucha la confianza.
Me quedé con la cabeza apoyada en el frío cristal sonriendo hasta que escuché un grito.
Un grito de dolor que parecía que estaban desgarrando a esa persona.
Es Diego.
La gente se mete a sus casas y yo quiero hacer todo lo contrario. Corro escaleras abajo y veo el pequeño foco rojo parpadeando, pero mi madre comienza a despertarse con una sonrisa como si nada.
Antes de que despierte bien, corro a la puerta y cuando intento abrirla, se escucha el seguro automático. La alarma estaba conectada a la puerta.
Nos engañaron, ellos te encierran a la fuerza.
— ¿Alaska? —miro a mi madre respirando fuerte, no puedo controlar la ansiedad— ¿qué pasa, corazón?
Por algo Diego no le ha dicho nada, prefiero mantenerla segura.
Tomo mi chamarra y cubro la caja de la alarma donde se podía ver al foco parpadeando aún.
— Nada, mamá.
