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Capítulo 1. Mi aburrida vida.

—¡Ashley, apúrate!

El grito de Adelfa me hace dar un brinco. Apuro el movimiento de mis manos para terminar de doblar las dichosas servilletas y colocarlas en su lugar. No le respondo, porque la conozco y sé, que insistirá de igual manera.

—¡Ashleeeeyyyy! —grita, otra vez.

«Ya decía yo», pienso y ruedo los ojos.

Termino con la última servilleta y suspiro aliviada, mientras seco el sudor que corre por mi frente, con el dorso de mi mano. Este pequeño espacio, al que no deberían llamar almacén, es demasiado caluroso. Arreglo todo y salgo, como alma que lleva el diablo, antes de que mi queridísima jefa vuelva a llamarme.

—Ashley, ¿dónde estabas chiquilla? —pregunta Adelfa, cuando llego sofocada a su lado. Me mira de forma acusadora y sus manos están apoyadas en su cintura.

—¿No me pediste arreglar las servilletas? —devuelvo la pregunta, mirándola con expresión comprensiva.

Ella frunce el ceño, recordando si en verdad me había pedido algo así. Yo estaba organizando los estantes cuando ella me pidió atender la parte de la cafetería. No es mi trabajo, pero de igual manera disfruto ayudándola.

Espero por su reacción, porque conozco lo que a continuación viene.

—No lo recuerdo, pero bueno, ya que andas haciendo cosas que no debes, ayuda a la chica nueva, que necesita otro par de manos en el salón —dice, con voz cansada, como si estuviera regañándome y ya no sepa qué hacer para que yo entienda.

No la culpo, su cabeza ya no anda muy bien y es común en ella decir cosas así. Asiento y, con paso rápido, me dirijo a ayudar a mi mejor amiga, mientras lo hago, escucho como refunfuña.

—Estas chiquillas de hoy, perdiendo siempre el tiempo.

Ruedo los ojos otra vez, con sus cosas. Pero de igual forma, adoro a esa señora, fue la única que confió en mí cuando nadie lo hacía; la primera que me ofreció una forma decente de ganarme la comida. Me dio la oportunidad de demostrar a todos que yo podía ser independiente y lo suficientemente responsable para asumir un cambio tan drástico en mi vida. Así, con su forma controladora y dominante, es de esas personas que te llegan al corazón; su cariño, disfrazado de mano dura, muchas veces me ayuda a convencerme de que sí hay alguien ahí para mí.

—Uff, Ash, que bueno que llegaste. —Suspira mi amiga Steph, cuando entro en el salón—. ¡No sé qué hacer!

Me río al ver su cara de desesperación. Ella es la chica nueva. Esta morena de ojos verdes, despampanante y loca que tengo por mejor amiga, decidió en un momento muy malo de su vida que quería ser independiente, al igual que yo. Pero ella pensaba que todo sería fácil. Y pues, no lo es. Lo que ella comprende por sacrificio, ni siquiera se corresponde con la realidad que está dispuesta a asumir.

Stephania Van Halen, oncena hija de la familia de origen holandés más rica de la ciudad, decidió que sería independiente. Al no estar de acuerdo con los pensamientos y costumbres de su familia, tomó la decisión de separar sus caminos y labrarse sus propios logros de manera autodidacta. Yo, por supuesto, apoyo su decisión de encaminarse sola en la vida, pero también soy consciente de sus escasas habilidades para...casi cualquier cosa.

«Ya tengo entendido que pagaré la renta por unos cuantos meses yo sola», pienso, al ver el desastre que ha armado en solo minutos. Le costará mucho ganarse su primera paga.

—¿No se suponía que debías recoger? —pregunto, con ironía. Trato de no sonreír, pero fracaso estrepitosamente.

—No me ayudas —murmura entristecida, al escuchar mi carcajada.

Mira a su alrededor y observa el estado de las mesas, sillas y demás utensilios; parece que una tormenta acaba de pasar por aquí. Servilletas, cubiertos, manteles y bandejas, dispersas por todo el suelo, en señal de un accidente un poco catastrófico.

Al ser consciente del desastre, pretende hacer un puchero, ante lo que yo niego con la cabeza, dispuesta a evitar que sienta lástima de sí misma.

—¡No lo hagas! —exijo, seria de repente—. Aquí no conseguirás nada con eso.

—Auch —llora, al escuchar mi voz dura. Se pasa una mano por el pecho, justo donde está el corazón, para alargar el sentimiento de culpa en mí.

Resoplo, por su infantil accionar, pero no puedo culparla. Conozco esa sensación de pánico que debe estar sintiendo, de que todo le salga mal, de no lograr lo que se proponía en un inicio y terminar volviendo a su antigua vida con el rabo entre las piernas.

—Vamos, que te ayudo. —Suspiro, porque me recuerda a mí misma años atrás; solo que yo no tuve quién hiciera algo así por mí.

Un abrazo de oso repentino casi nos hace caer al piso. Me toma por sorpresa su entusiasta muestra de agradecimiento y no puedo evitar sonreír. Le devuelvo el gesto y, con cariño, me giro para verla a los ojos.

—Pensarás que no puedes hacer nada, pero no debes culparte por eso. Primero, debes aprender —argullo, dándole fuerzas para que no se desanime—. La habilidad la tomarás en el camino, pero no puedes rendirte tan rápido, sin haberlo intentado; sin haber dado todo antes. ¿Entendiste?

Ella asiente, con los ojos llorosos. Me imagino que, para alguien como ella, acostumbrada a los lujos y a que le pasen la mano, debe ser difícil asumir un rol que nunca antes había siquiera sopesado.

—Gracias. —Me envuelve en otro abrazo, que se siente más real, íntimo.

Le hago un gesto desestimando su agradecimiento y le indico seguir trabajando, justo cuando nuestra querida jefa hace acto de presencia.

—Ashley, la nueva necesita aprender a trabajar, no una sesión de psicología —grita, viéndonos desde la barra.

Al momento nos ponemos a trabajar, hoy no nos conviene ponernos en mala con ella. Steph necesita trabajar y es muy importante para ella lograrlo a la primera. Además, de que mi presencia aquí, la tranquiliza.

(...)

—Necesito un millonario —confiesa Steph, cayendo como saco de patatas sobre la silla. Cierra los ojos y echa su cabeza hacia atrás. Las gotas de sudor corren por su rostro, en señal de esfuerzo físico.

Yo suelto una carcajada, ante su ocurrente frase. La miro, para ver si está bromeando, pero se observa muy seria.

—Estás bromeando, ¿verdad? —pregunto, incrédula.

Levanta la cabeza y me mira como si me hubieran salido arrugas en la cara. Mueve sus hombros en señal de despreocupación.

—Claro que es en serio —asegura—, necesito un millonario en mi vida; alguien que me haga feliz.

Resoplo, ante su pobre justificación. Le duraron muy poco sus ansias de independencia.

—¿No que odiabas a tu familia porque te obligaban a casarte con un millonario desconocido? —pregunto, sin comprender del todo su forma de pensar.

—Sí. Y todavía los odio, pero hay una diferencia enoooorme —dice, con expresión desvergonzada. Yo alzo una ceja inquisidora—. Mis padres me obligan a casarme con un viejo cáncamo que pronto estirará la pata. —Suelta una carcajada y mira hacia la entrada de la cafetería, donde comienzan a llegar clientes—. Pero yo quiero uno como ese.

Su voz se vuelve extrañamente seductora y necesitada. Me toma desprevenida su cambio de carácter y sigo su mirada.

—Ese sí que es un papacito —confirma, justo en el momento que mis ojos se encuentran con el desconocido, no tan desconocido.

William O' Sullivan es cliente fiel de este negocio desde que tengo uso de razón. Cada día, siempre a la misma hora, atraviesa esas puertas y se sienta en su habitual mesa. Adelfa nos exige siempre una atención exquisita porque, además de ser su mejor cliente, es el treintañero más rico y codiciado de la ciudad. Las revistas subsisten solo a base de chismes relacionados con él y sus conquistas; pero él, no aparenta ser ese tipo de hombres. O al menos no es lo que pensamos los que aquí lo atendemos, jamás ha venido acompañado y nunca ha mirado más de lo normal a una de nosotras.

«Y eso me jode», pienso en mi subconsciente y ruedo los ojos ante mis inútiles pensamientos.

—¿Por qué será que mi futuro y millonario esposo se dirige hacia nosotras, mirando directamente hacia ti?

La pregunta de Steph me saca de mis pensamientos bruscamente. Reacciono justo a tiempo de verlo caminar hacia donde estamos. En solo instantes, mi cuerpo comienza a temblar y a sudar frío. Cierro mis manos en puños, para que no note mi turbación. Él siempre me pone nerviosa.

—Buenas tardes, señoritas —saluda, con tono educado.

Me quedo mirándolo fijamente y solo reacciono cuando escucho a Steph, decirle una barbaridad.

—Ahora sí que son buenas —asegura, escaneando al cliente de arriba a abajo, con evidente descaro.

Carraspeo, para hacerle saber a mi fresca amiga que ese tipo de hombres no acostumbran a recibir de buenas formas ese tipo de comentarios; pero me sorprende sobremanera cuando veo que una hermosa sonrisa se extiende en sus gruesos labios, en compañía del brillo lujurioso que empaña su azulada mirada.

—Steph, aquí no se permite coquetear con los clientes —exijo, con voz dura y con un sentimiento extraño ocupando mi pecho—. Disculpe señor O' Sullivan, no sucederá nuevamente, ella es nueva y aún no conoce el protocolo.

Steph me mira furiosa, pero no le hago caso. Necesita entender las reglas, aunque tengo claro que fui un poco dura.

—No se preocupe, señorita... —comenta el cliente, dudoso de mi nombre.

—Ash...Ashley Moon —respondo, nerviosa. Trago saliva ante su intensa mirada.

Él asiente y mira hacia Steph. Vuelve a sonreír, coqueto.

—No se preocupe, señorita Moon. —No me tutea, tampoco me mira—. No tengo problemas con recibir coqueteos de una chica tan hermosa.

Yo me atraganto y a la vez escucho el suspiro de Steph. Es bastante raro que él actúe así, no es a lo que nos tiene acostumbrados a todos aquí.

—De igual manera señor, son las reglas —insisto, terca.

Tomo de la mano a Steph y la llevo conmigo. Intento no mirar hacia atrás, pero siento el peso de la suya sobre mí.

«¡Por Dios! ¿De dónde saqué el valor de hablarle?», me pregunto internamente. En general, lo que sucede a su alrededor, es que yo me vuelvo de gelatina.

Mi amor obsesivo, creo que va mejorando. Al menos ya soy capaz de mirarlo a los ojos, después de tres largos años observándolo a diario.

«Mi vida sí que es aburrida».

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